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Lecciones pandémicas

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Ómicron. El covid modificó muchas cosas. | cedoc

El cambio es un factor inseparable de la identidad de la economía argentina. Por mucho tiempo fue el modelo de país en crecimiento, cuando se expandía la frontera de producción y se integraba a las corrientes del comercio internacional. En otra época fue el ejemplo de una sociedad refractaria a dichas fuerzas económicas, aislándose y convirtiendo en el vivir con lo nuestro en un credo laico. También fue la que rápidamente se subió al tren de la industrialización forzada, al rol activo del Estado como promotor del desarrollo, pero también al porrazo que significó el descontrol monetario en que cayó el modelo para mediados de los setenta. Sin llegar a los fenómenos de la hiperinflación alemana o austríaca de la Posguerra, el denominado rodrigazo hirió de muerte al peso argentino y cimentó el nacimiento de un bimonetarismo que persiste hasta nuestros días.

A partir de entonces, las tensiones macroeconómicas difícilmente pudieron resolverse de manera “sostenible”: es decir, con equilibrios que fueran duraderos y contribuyeran a la creación de valor para toda la sociedad. Lo que sí ocurrió es que, al clausurarse la vía del desarrollo inclusivo, generó estancamiento por un laso y empobrecimiento y desigualdad creciente por otro. En realidad, son las dos caras de la misma moneda: la desaceleración de la economía y la inflación persistente tuvieron como corolario una transferencia de ingresos continua con ganadores (pocos) y perdedores (muchos), destrucción de empleo formal, en parte por no adaptarse al cambio en la forma de producción y la aparición del fenómeno del cuentapropismo y la precarización laboral como una categoría estable de la ocupación.

La pandemia asestó un nuevo golpe al quietismo defensivo. Así como muchas actividades debieron reinventarse o morir, el diseño de la política económica se topó con el lastre de décadas de uso y abuso de la emisión monetaria como variable de ajuste y también el creciente endeudamiento a corto plazo que impidió que la implosión de la actividad económica (provocada por las medidas sanitarias y la mala praxis) estuviera más amortiguada. El tsunami monetario no solo se dio en países virtualmente sin moneda (como Argentina) sino también en signos globalizados, como el dólar o el euro. Así como el 2020 sucedió por inevitable, en todos los rincones hay afición por gastar y el año que terminó pasó la factura. La economía mundial redescubrió la inflación, que creía sepultada en su arcón de los recuerdos y desde la época que las recetas monetaristas hicieron volar la tasa de interés y entrar al mundo en una recesión prolongada antes de dos décadas de prosperidad, comercio internacional imparable y estabilidad.

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Para el argentino medio, que alguien se preocupe por un alza del IPC de un dígito es incomprensible, pero también un signo de cuánto normalizamos la coexistencia con el peor flagelo autóctono. No es el único ni quizás el más angustiante, pero sí el que fue socavando las bases de construcción de valor en otros estamentos. La aparición del Fondo Monetario Internacional como el gran cuco de nuestra política económica guarda relación a las décadas de supervivencia de altas tasas de inflación entre nosotros. Creer que es un tema menor o presentarlo como fenómeno estrictamente monetario o puramente estructural también es una forma de inacción inducida. La resignación a que, como país singular, también debemos aprender a convivir con volatilidad en los precios, sin moneda y con cada vez menos empleo de calidad; desvía la atención del diagnóstico complejo y realista que derive en líneas de acción concretas y “sostenibles” para romper el maleficio de casi cuatro décadas de estancamiento.

En este punto, la historia y el ADN argentino pueden convertir una amenaza en oportunidad. El cambio puede pasar de un fenómeno extraño a combatir a un vehículo de llevarnos a un escenario deseado más rápido. Pero también aprender a que la desmesura nunca en buena consejera: una sociedad que pasó de la caldera hiperinflacionaria al freezer de la convertibilidad en un trimestre nos previene contra las soluciones mágicas y nos invita a asumir consensos que nos lleven a metas posibles, pero nunca ideales. Es el aprendizaje democrático que fuerzan los grandes cambios.