Admitiendo que leer dos veces el mismo libro no tiene nada de sorprendente (leer diez veces el mismo libro no tiene nada de sorprendente: yo mismo creo haber leído La luna de los asesinos, de Richard Stark, más de veinte veces, cada vez que viajé en avión), debemos ceder ante la sorpresa cuando alguien afirma haber leído un mismo libro dos veces seguidas. Es una costumbre más impredecible y por eso significativa, y de hecho, en mi caso, se trata de algo que ocurrió muy pocas veces, tan pocas que puedo enumerarlas con certeza: con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, con Fragmentos de un diario en los Alpes, de César Aira, y con La promesa, de Friedrich Dürrenmatt.
Me gustaría explayarme en la trama de esas novelas, pero no creo que pueda hacerlo en tan breve espacio. Prefiero invitar al lector a que ceda al influjo de la fe, crea en mí y se adentre en esos bosques llenos de misterios, humor y venenos. No son libros indiscutibles (solo la Divina Comedia lo es), las opiniones en torno a ellos se concentran y se contradicen a veces con exageración. Hay quien cree que El nombre de la rosa es el peor libro que le tocó leer en su vida. Puede ser, pero no tiene importancia. Conozco gente que de Fragmentos de un diario en los Alpes no pudo pasar de la página 5, y no me escandaliza. Aunque debo reconocer que con La promesa la cosa deja ser tan dispar: es una novela ante la que el mundo entero sucumbe, sobre todo esa parte del mundo que siente un particular interés por las novelas policiales (esa es mi parte).
Pero no es de las novelas en sí que quiero hablar (aunque no puedo dejar de agregar que el subtítulo de La promesa, Réquien por la novela policial, se ajusta a la perfección a esa aseveración de Hegel que dice que los subtítulos son los verdaderos títulos de los libros. Dürrenmatt, a su modo, termina con la novela policial, que a partir de ese libro debe refundarse, doblar una esquina, cambiar. A partir de 1958 no se puede escribir novela policial sin haber leído La promesa), sino de ese mecanismo que lleva a tomar la decisión súbita de volver a leer aquello que acaba de leerse.
No se trata de una decisión inocente, tomada a las apuradas; por lo general requiere reflexión, coraje, frialdad, desapego y, ante todo, una motivación clara, que al comienzo no lo es, pero que a fuerza de introspección se consigue iluminar con los mejores focos hasta lograr ver la motivación con claridad e insolencia. Sé que el placer experimentado al leer el libro por primera vez no va a repetirse porque ahora sé algo que antes no sabía: cómo termina. Entonces el placer queda descontado desde el vamos. Es otra cosa. El intento de analizar las estructuras y los mecanismos narrativos también: me dicen que hay quienes pueden leer así, pero yo nunca pude y tampoco recuerdo haberlo intentado. Creo que porque como ocurre con las licencias poéticas, que dejan de ser licencias desde el momento que alguien las utiliza por primera vez, las estructuras y los mecanismos narrativos me interesan cuando no los advierto, y cuando, puesto a encontrarlos, no los encuentro.
Leer dos veces, creo, no estoy seguro, responde más al intento de aproximarnos a algo que nos gustó mucho desde otro lugar, como si fuésemos otro, alguien que conoce paso a paso lo que irá a ocurrir, pero que acaba de disfrutarlo tanto que quiere comprobar si siendo otro la obra resulta tan buena como la primera vez. En aquellos tres casos resultó que sí.