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Los inmortales

Keaton fue durante años un santo y seña para cinéfilos: se los reconocía por repetir que era mejor que Chaplin.

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En el reciente Bafici se presentó The Great Buster: a Celebration, una película de Peter Bogdanovich cuyo título no podría ser más descriptivo del contenido. Buster Keaton nació en 1895 y murió en 1966. Con el tiempo, el juicio sobre su arte ha alcanzado la unanimidad absoluta: fue uno de los grandes genios del cine. Tal vez no haya un caso semejante. Ni Chaplin, ni Griffith, ni Renoir, ni Ford, ni Hitchcock, ni Welles, ni Ozu, ni Godard están en todas las listas como está Keaton. El documental de Bogdanovich, con su profuso material de archivo, sirve para repasar por qué no hubo nadie tan gracioso, con tanta inventiva, con tanto control del cuerpo y de la imagen, con tanto estilo y tanta clase. La causa de Keaton fue durante años un santo y seña para cinéfilos, a quienes se reconocía por repetir que era mejor que Chaplin. Tal vez porque, durante la Guerra Fría, Chaplin tuvo de su lado a la prensa de izquierda y el personaje más famoso creado por Keaton, el ferroviario de The General, era un soldado sudista. O, inversamente, porque Chaplin era millonario y seguía filmando mientras que Keaton lo había perdido todo. El tiempo devaluó un poco a Chaplin y elevó a Keaton, cuyo esplendor había quedado un poco oculto en los años 20, hacia el final del cine mudo. Tal vez porque sus gags siguen siendo asombrosos. O porque en su obra no hay sentimentalismo ni comentarios sociales, lo que lo acerca a una definición de “cine puro”.

The Great Buster despoja la biografía de Keaton de cierto aire truculento. Es verdad que el período brillante de su carrera terminó en 1929, cuando llegó el sonido, firmó para la Metro y tuvo problemas con el alcohol que lo llevaron al divorcio, al despido y a la internación. Pero después de un período muy desgraciado, Keaton dejó la bebida, reanudó su carrera y se casó con una mujer espléndida. Su “cara de piedra” siguió siendo una marca que le permitió ganarse la vida en películas (hasta Samuel Beckett filmó una con él), comerciales y frecuentes apariciones por televisión. Keaton jugaba al bridge con los directivos de la Metro que lo habían despedido y les ganaba la plata. Y seguía inventando gags y participando en tomas de riesgo. La película termina con un homenaje a Keaton en el festival de Venecia, con una ovación interminable a la que asistió perplejo porque no creía que se acordaran de él de ese modo.

El documental de Bogdanovich es rotundo y tiene un final feliz. Sin embargo, salí del cine con una tristeza espantosa, que trataré de explicar en las líneas que quedan. Hay una pregunta que la película no se plantea y es por qué Keaton decidió no sonreír a partir de un momento temprano de su carrera. Más allá de que esa seriedad tiene un efecto cómico, creo que hay una respuesta obvia: no hay nada de qué reírse en el mundo del espectáculo. Keaton trabajó desde los cuatro años en los escenarios y murió tratando de mantener una apariencia de decoro. Lo mismo ocurre con los testigos que aparecen en pantalla, desde Dick Van Dyke hasta el propio Bogdanovich, cada uno con su historia de penurias al servicio del entretenimiento. El gesto adusto de Keaton, su negativa a reírse, tal vez esté diciendo que pasar por esa experiencia no vale la pena, así sea uno un genio, así sea recordado por los siglos de los siglos.