Para Alberto Fernández, su última presentación para estirar la cuarentena era un renovado golpe al virus y una tira adhesiva para pegar voluntades con una propuesta tripartita, de unidad, moderada, con Rodríguez Larreta y Kicillof. Aunque su mensaje pudo ser correcto y hasta se tomó la precaución de mutilar la verborragia del gobernador bonaerense, no alcanzó la magnitud del impacto político la expectativa prevista.
Tampoco un cambio en el tanteador de la opinión pública y menos reforzó una autoridad presidencial que arrastra desgastes sucesivos. Apenas si colaboró en el anuncio la neutralidad de los medios de comunicación, cuyos dueños –unos pocos días antes– se habían acercado a una charla con el mandatario aceptando o compartiendo criterios sobre una mayor rigidez de la cuarentena para evitar un pico de contagios. Unidos en la emergencia. Como en todo el mundo, el miedo se desparrama, la necesidad supera la verdad y el arsenal contra el virus se limita, por ahora, a una herramienta ancestral. Por la desilusión del resultado, entonces, convocó en su burbuja de Olivos a la marea de funcionarios que se dedica al tema mediático, incluyendo algún encuestador ad-hoc, como si en esas reuniones se pudieran encubrir las fallas de gestión. Para colmo, el respiro cuarenteno hasta el próximo 17 advierte sobre un vencimiento político: si la curva de contagios se suaviza, la Capital Federal no acompañará luego el sinfín de restricciones que la provincia de Buenos Aires exige como necesario tratamiento al virus hasta la primavera. Igual, nadie imagina a Rodríguez Larreta disfrazado del Cornejo mendocino reclamando la independencia porteña, pero hoy ya parece más dispuesto a abrir las puertas que Kicillof. Un dilema para los Fernández.
El otro enigma presidencial está atravesado en la garganta como el huesito de un pollo: ofendido por la terquedad de Trump para imponer a un norteamericano al frente del BID –para colmo, alguien con quien no comulga como Claver Carone, un halcón de origen cubano con el que conversó en México gracias a la intercesión de un hotelero amigo, Gustavo Cinosi, y quien se retiró de la asuncion de Fernández al estilo Kirchner porque vio a un alto funcionario castrista en la jura–, se despachó en un diálogo con Lula como si proviniera de las barricadas parisinas o de la selva boliviana corriendo con el negro Pombo. Pocos le conocían ese ropaje, menos la nostalgia por encuentros con líderes vecinos que Néstor le había derivado en los primeros años a Daniel Scioli, una forma de no aburrirse y de sacarse de encima al entonces vicepresidente. Después faltó plata, apareció Chávez, se tentó con la contracumbre y al dejar el mandato se fue con guayabera y mocasines a los matorrales tropicales para negociar la liberación de rehenes de la guerrilla en Colombia. No le fue bien, al menos frente a los ingleses, norteamericanos, vaticanistas y cubanos que formalizaron más tarde un convenio pacífico a tantos años de guerra civil.
Como sorprendió la hostil actitud protagónica de Fernández cuando se discute el posible default y la conveniencia de que el gobierno de EE.UU. contribuya a impedirlo, se le atribuyó autoría intelectual a Cristina –quien, otra vez, ha aparecido en grabaciones con su preferido Parrilli, poco favorecido en los diálogos–, condenada a ser la Malquerida por una parte de la sociedad y Juana de Arco por la otra parte. Cierto o no, ese traslado de responsabilidades lima la autoridad de Alberto, más cuando no puede cumplir el deseo de su vice para que el embajador Klekerc asuma de inmediato en China, arregle una visita del Presidente en noviembre y concreten una serie de acuerdos entre los dos países. Pocas excusas: otros embajadores ya se instalaron en Estados donde renacieron focos de virus. Siempre se le atribuye a Cristina una razón ideológica a sus actos, pero en esta ocasión también existen otros episodios más concretos para aceitar la relación. Dos, por lo menos. Uno se vincula al vencimiento, el próximo 17, de un swap de 19 mil millones de dólares que el país oriental le puede renovar o no a la Argentina, sin conocerse aún las condiciones (que deberían ser las que impone el Fondo Monetario Internacional, ya que los chinos precavidos se sirvieron de ese manual). Y, la segunda, más importante –porque es la vida lo que está en juego, según el mandatario– es la participación en el proceso de la vacuna contra el Covid, etapa en que China ha avanzado con la misma velocidad que otros países y que, en diciembre, podría alcanzar la luz. Casi en paralelo a otras naciones más desarrolladas, pero que disponen de la prioridad para atender primero a sus ciudadanos o asociados que pusieron dinero (Brasil en el proyecto Oxford). En el caso chino, se especula, la Argentina y sus laboratorios podrían iniciar la producción en forma simultánea.
Los datos de la trastienda, aspiraciones o fantasías no disminuyen las rajaduras del propio Fernández, afectado en la conducción, sea por el conflicto entre su ministra de Seguridad y el mediático Berni –quien anda demasiado solo en su moto, en ocasiones, por la provincia de Buenos Aires–, los reclamos de cambios que expone Aníbal Fernández sin pedir permiso (al menos, a Alberto), las desavenencias eternas en el área de Energía, desencuentros en Inteligencia entre Caamaño de la AFI y Moreau que preside la bicameral –extraño instituto que ahora pasó a activarse cuando durante décadas, en todos los gobiernos, nunca se percató de nada– o las internas judiciales que provocan la salida de un juez y el ingreso de otro. Por citar algunas. Dicen que hace unas horas, Duhalde –quien estaba enojado con Fernández– le aconsejó que exhibiera ante la sociedad una autoridad sobre Cristina que no parece tener. Aunque el Presidente le confió que era el único jefe. Tal vez el bonaerense se haya retirado complacido de la reunión, pero no ignora que unos días atrás programó un encuentro entre empresarios, sindicalistas y otros observadores con gente del Gobierno, y desde el Instituto Patria se persuadió a los invitados para no asistir a la reunión. Y se levantó. Seguramente para evitar que se vulnere la distancia social que exige el coronavirus político.