Ya hablé aquí de Cecilia Bartoli, pero me quedé pensando en el barroco y su política de las apariencias. En su disco Sacrificium (2009), la Bartoli desempolvó de los archivos las partituras que cantaban los castrati, esas criaturas sobrenaturales que fueron llamadas a desempeñar roles soberanos. En los recitales de presentación de ese disco, que arrasó en los charters, Cecilia Bartoli se viste de hombre, proponiendo un pliegue o un rizo barroco ya conocido por esa época de ingenios, equívocos, descentramientos y excentricidades. La voz inapropiada se liga con unos gestos inapropiados y reclama una política de los nombres inapropiados.
En las performances que hoy reconocemos como drageo o como crossplay se aúnan el uso de un disfraz o traje asociado con un nombre genérico (“hombre” o “mujer”) que recubre un cuerpo que, desnudo, se asociaría con el nombre paradigmáticamente opuesto, y el desempeño de una serie de gestos tradicionalmente asociados con el disfraz o traje que se viste (gestos ritualizados socialmente). El efecto de estos usos de gestos y ropajes es la interrupción del género como categoría continua y de ahí su interés para quienes vivimos atravesados por las políticas identitarias del siglo XXI.
Un caso bien documentado en los archivos es el de Eleno de Céspedes, quien nacida mujer en el siglo XVI decidió cambiar sus ropas y su nombre y vivir como un hombre en busca de una vida mejor. En 1587 lo sometieron a juicio, luego de haber sido cirujano de la Corte madrileña durante varios años.
Más interesante por su alcance americano es el caso de la Monja Alférez. Catalina de Erauso fue bautizada como niña y educada en un convento como tal en su ciudad natal de Donostia-San Sebastián; vivió toda su vida adulta con nombre de varón. Después de servir a varios amos, y convencida de que “... era mi inclinación andar y ver mundo”, como escribe en su Autobiografía, la encontramos en América, primero como ayudante de comerciantes, luego como soldado de la conquista de Chile y en batalla contra los araucanos, donde ganó el grado militar de alférez. Más adelante, contribuye a reprimir el alzamiento de Alonso de Ibáñez en Potosí y lucha contra el pirata holandés Spilberg en las costas de Perú. En 1620, huyendo de uno de sus hechos sangrientos en el Cuzco, se confiesa con el obispo de esa ciudad, a quien revela su verdadero género.
Su vida dará un giro importante, pues pasará de la clandestinidad al público reconocimiento, y de ahí a la fama y a la exhibición más espectacular de su excentricidad. En Madrid conseguirá el reconocimiento y la recompensa a sus méritos militares, tramitando ante Felipe III y el Consejo de Indias un memorando que, aceptado, se tradujo en una renta vitalicia que le permitiría volver a América. Antes del regreso, Catalina visitará en Roma a Urbano VIII, quien, tras recomendarle el debido respeto al quinto mandamiento (non occides), le autorizó seguir viviendo con traje de hombre, pero dentro de los límites de la virtud. Lope de Vega alertaba en su Arte nuevo de hacer comedias que: “Las damas no desdigan de su nombre,/ y si mudaren traje, sea de modo/ que pueda perdonarse, porque suele/ el disfraz varonil agradar mucho”. Lope propuso su propio ejercicio de interrupción de género a partir de la figura de una tal María Pérez del siglo XII (previa a Juana de Arco) en La varona castellana.
El término (de alcurnia bíblica) me parece completamente apropiado para ese juego de máscaras. Disfrazada de varón, quien tuviera que interpretar a la varona debía citar el conjunto de gestos que la época asociaba con el nombre “hombre de batalla”, tal y como María Pérez los había desempeñado en su momento (como en la ópera, según un repertorio convencional de gestos).
Es el mismo proceso al que tuvo que someterse Marilina Ross en la película La Raulito (1975), dirigida por Lautaro Murúa. La actriz debía citar no los gestos de un hombre sino los gestos que previamente había citado una varona: María Esther Duffau (1933-2008), conocida como La Raulito. Una semiosis infinita, la discontinuidad del género.