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Pasión turca

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Recorro las librerías de viejo, estudio las ofertas de las mesas de saldos. Leo y no reconozco los nombres de los autores ni los títulos ni me interesan los argumentos puestos como arma de venta en las contratapas. La proliferación me produce vértigo. ¿Cómo elegir, si no es por azar, en medio de la inmensidad? Ese impulso a lo desconocido que me desbordaba alegremente en la juventud ahora se convirtió en puro cansancio. Sé que abandonaría cualquiera de esos libros, si los comprara. Pero entonces, ¿por qué seguir buscando?? Entrar en una librería, ponerse anteojos, revisar, salir, entrar en otra. Ciclo concluido. Existe el descubrimiento, pero ya no para mí. De pronto, como una antigua novedad, me vuelve la misma idea: no comprar ni leer esos libros sino copiar cada contratapa y arreglármelas para escribir una novela con la suma o el hilván o la recombinación de todos los argumentos, libremente desarrollados. Una novela infinita, absurda, confusa, inextricable.

Esa idea me lleva a un recuerdo.

Hace un par de años, revisando mi vieja propensión al exotismo, a cambio de releer los tomos de Las mil y una noches se me ocurrió buscar por internet el resumen argumental de la telenovela turca del mismo nombre que fascinaba a medio país y que yo nunca había visto, excepto por algunos avances televisivos. Los nombres de los personajes clásicos estaban cambiados, el argumento estaba alteradísimo, y lo que se contaba, y que no terminé de leer, era una historia, una (tele) novela infinita, absurda, confusa, inextricable. Quizá el secreto de la fascinación colectiva estaba allí, más que en el magnético azul de los ojos del protagonista. Una vez, un empleado de una productora de televisión, me dijo: “Estadísticamente se comprobó  que cuando una persona cree tener una idea original, en ese mismo momento se le está ocurriendo la misma idea a seis mil personas en el resto del mundo”. Debía de tratarse de ideas elementales, porque la complejidad y el disparate son inimitables.