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La voz de las mujeres

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Desde hace años pienso en las mujeres en términos de voz y pensamiento: capturar la corriente íntima de su pensamiento sin recurrir a la técnica de Joyce. A partir de un momento determinado comencé a escuchar básicamente a cantantes femeninas. En su mayoría cantantes de ópera, pero también de jazz o de pop. Buscaba menos el ritmo que la seda de una voz, un modo de decir que traslade al oyente a algún lugar sin definición. La voz femenina podía ser grave o aguda, e incluso podía ser, como en la ópera, una voz de hombre que pareciera de mujer. Una voz que se desprende del cuerpo, se va desvaneciendo hasta la desaparición en el eco de su palabra, el canto de la sirena.

Ayer escuché a una cantante que no conocía y me pareció cercana a lo que yo anhelaba, pero no en, ni adentro de, ello. Decidí consultar a Pablo Gianera y le pregunté si conocía a alguna cantante que tuviera la voz tan desprendida de la garganta, al punto que pareciera que cantaba sin esfuerzo alguno. La voz sola, autonomizada de toda evidencia de aprendizaje. Pablo me dijo que yo estaba hablando de la voz de los cuerpos celestiales de los que habla San Pablo en la Carta a los corintios (que no recuerdo haber leído). Me dijo también que no es inesencial al modo de cantar esa fricción con algo físico, la evidencia de cierto esfuerzo. No recordaba a una cantante femenina con ese desasimiento del cuerpo que yo esperaba, y me mencionó a un tenor, Fritz Wunderlich. En el caso de Wunderlich, no había sospecha de ese desasimiento, sino naturalidad en la emisión, una completa y magnífica falta de esfuerzo.

Busqué la recomendación de Gianera en YouTube pero apenas pude soportarlo durante unos segundos, como no puedo soportar a ningún cantante que se “planta” en la altisonancia del reino viril.

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De inmediato me invadió la angustia, como ocurrió aquel día en que viajaba en auto con mi padre. En la radio sonaba Mario Lanza y mi padre me dijo: “Escuchá”, y empezó a prepararme para un futuro donde él nos dejaba solos, se ausentaba de la escena familiar. Me dijo que ya no amaba a mi madre, pero la quería mucho, que los matrimonios eran así. Yo lo escuché y entré en desesperación, y la desesperación se desplazó a la intolerancia que me provocaba la voz estrepitosa de Lanza,  apoteosis del ridículo masculino.

Así que a partir de entonces, concluyo, busqué la voz de una mujer desprendida, que hablara para los que necesitamos consuelo y serenidad.