No he tenido el gusto de investigar la obra literaria de Martin, un señor parecido a Hermeto Pascoal que publica unas novelas gordas que se convirtieron en una serie que despierta el fanatismo propio de lo divino, tal vez porque los avisos publicitaron la última temporada con el acrónimo “GOT” (un dios castrado en su última letra y rodeado de flamígeros dragones en vez de santos). Dios es alemán en los carteles y cuando escuchamos Erbarme dich, mein Gott, en La Pasión según san Mateo. Divino es también este momento de la literatura. El mes pasado, ¿o fue este mismo?, Sergio Bizzio publicó en Random House un libro de cuentos límpidos y brillantes, extraordinarios: La conquista, Iris y Construcción (también publicó La pirámide en Blatt y Ríos, otro libro de cuentos que aún no leí). Ahora Juan José Becerra acaba de sacar ¡Felicidades! en Seix Barral (ambas menciones editoriales bastan para morigerar las afirmaciones de Damián Tabarovsky acerca de que si los grandes sellos editoriales desaparecieran no se perdería nada; perderían esas editoriales la posibilidad de publicar autores como estos, que llevarían sus magníficos escritos a otros sellos).
No dejé libro de Becerra sin leer. Vengo siguiendo el trazo de su obra (de los muertos nos queda el resultado final, no la incertidumbre acerca del recorrido cambiante de su trayectoria). Comenzó con una novela, Santo, que mostraba sus lecturas del objetivismo francés y su aprecio por los efectos más evidentes de J.J. Saer. Algo de eso comenzó a resquebrajarse suavemente en su segunda novela, Atlántida, donde la narración de una pérdida empieza a conmover las bases de su narrativa. Su tercer libro, Miles de años, ya es otra cosa y es un aviso. Con el cuarto, Toda la verdad, aparece más completo el signo de lo nuevo, la singularidad de un autor que no solo da aviso de que ha sacado la cabeza fuera del frasco sino que es dueño de una capacidad de mirar, apropiarse y combinar pensamiento, fraseo, violencia, demencia y acción de manera notable. Después viene La interpretación de un libro, donde la explosión de las relaciones personales (uno de sus asuntos básicos) se juega junto a la cuestión de la vanidad artística y el fracaso literario. Pero el Becerra que hoy es Becerra deja de dar avisos con El espectáculo del tiempo, una novela acronológica, explosiva, guarra, verbalmente (vergalmente) suntuosa, inesperada. Cosmos y mundos de provincia, la Argentina al mango ya sin un mango, y al mismo tiempo, una atención extremadamente reflexiva sobre los signos de la sensibilidad contemporánea. El espectáculo del tiempo lee, desde luego, al tiempo como experiencia extrema, sigue a Proust para romperlo en pedazos y destruir la noción de personaje como un todo dado de una vez y para siempre.
Luego de ese bólido literario que cruza los cielos sin ser del todo advertido (el destino completo de la literatura argentina luego de que el mito de la literatura desapareció de nuestro campo cuando desaparecieron los escritores como mito y solo se convirtieron en objeto de circulación y chisme entre pares), nuestro autor publica El artista más grande del mundo. En este libro, Becerra prueba que no hay novelista realista como él, porque aplica a sus objetos narrativos la perspectiva de la desmesura, que es el único procedimiento actual que permite a un texto ser leído y percibido. El artista más grande del mundo es a la vez una sátira sangrienta sobre la cultura en los tiempos macristas y sobre la idiocia del arte contemporáneo, y, sobre todo, una novela cristiana sobre el sacrificio contada por un narrador envidioso y demente.
Menos ambiciosa de la totalidad que la anterior, más atenta a la determinación de la tragedia, El artista más grande del mundo abre el terreno para ¡Felicidades!, donde Becerra a la vez destroza y amplía a Cortázar, revelando sus apropiaciones y sus límites y reconvirtiendo al Oliveira de Rayuela en un reventado amoral, expansivo y lujurioso cuyas meditaciones no son devaneos sobre la metafísica del ser sino sobre el modo en que la realidad de la vida destruye la pureza de las almas.