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Designios

Arte verdadero

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En el prólogo de su libro Música para camaleones (en mi opinión el mejor de su obra), Truman Capote hace profesión de fe de su arte poética y bellamente dice que cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este solo tiene por finalidad la autoflagelación.  Dice también que al principio comenzó divirtiéndose al escribir, escribía cualquier cosa, historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, y que esa diversión se le terminó cuando aprendió la diferencia entre escribir bien y mal, y luego, cuando descubrió la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Escribe: “Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo”.

Durante años, este prólogo me conmovió oscuramente.  Si el lector cambia la palabra látigo por cilicio y la palabra artista por flagelante, puede pensar la condición de escritor como la de un místico que a lo largo de un camino de pruebas y dolor alcanza la verdad de la fe y recibe como entrega la llave de los dones, un camino arduo, donde se pasa del mal al bien, del bien al muy bien, y después, al descubrimiento del rostro de Dios: el verdadero arte.  El resto de ese prólogo magnífico hilvanaba las estancias del recorrido cristiano, un proceso de ascesis de la escritura dirigido a persuadir al lector de que los santos y los grandes escritores se hacen a fuerza de voluntad, experiencia, encono, competencia, fracaso y nuevo intento. Durante años, creí en ese programa ascensional, hasta que me di cuenta de un punto, su límite secreto: la conciencia de sí que obtiene o crea un escritor cuando se vuelve exitoso, la creencia de haber llegado a destino. A medida que pasan los años, sigo releyendo ese prólogo, disfrutándolo y conmoviéndome por la sinceridad de su tono confesional, su apariencia de balance y despedida, y sintiendo también, cada vez más, que no hay punto de arribo, que el verdadero designio de un escritor es aceptar que ese azote no lleva a ninguna parte.