Los recuerdos son una ficción que dichosamente hilvana la mente para aliviarnos de la opresión de lo que algunos definen como “la realidad”. Su urdimbre, hecha de restos como telarañas rotas, brilla sin embargo a la luz del tiempo, y es a su resplandor que todo aquello que en su momento nos fastidiaba hasta lo indecible, atormentándonos con su látigo inmediato, se presenta ahora, en lo inmediato, en lo débil y falible de ese recuerdo, como la forma más ardua de construir la ilusión más duradera, el simulacro de una identidad.
En sexto grado, el niño Guebel había logrado el favoritismo de su maestra, una rubia de la que estaba perfectamente enamorado. Ella venía a dar clases con una pollera cuya falda se cortaba antes de llegar a las rodillas, aleccionando al sector masculino del aula sobre las hipnosis del deseo cuando, puesta a dar clase, se cruzaba de piernas y nos mostraba el punto exacto donde sus medias de seda, ceñidas en lo más alto y grueso del muslo, finalizaban dejando entrever el llamado suave de la piel dorada. Para más datos, había salido segunda princesa en un concurso de belleza de la Capital. Y ahora que debe de ser una coqueta anciana o que tal vez su carne inmortal ya se volvió ceniza, vuelvo a pensar en ella y me doy cuenta, también, de que me acuerdo perfectamente del dibujo de su cara, del trazo de sus cejas, del violeta con que oscurecía sus párpados y del tono exacto de su lápiz labial, pero ya no puedo escribir (ya no sé) su nombre.
Pero como “vida feliz no hace novela” (así le dice el cura a doña Flor en la versión de Madame Bovary que escribió Jorge Amado), apenas pasé a séptimo grado el sueño de los días de pasión entre el alumno fiel y la maestra instructora se disipó. Mi nueva maestra era morocha, baja, amarga, alimonada, y por motivos que todo el mundo puede reconocer pero que yo ignoro, me detestó de inmediato. Pasé un año infernal, recibiendo de su parte piropos tales como “sos la manzana podrida de la división”. Sepa el lector contemporáneo que en la década del 60 la pedagogía no era el arma favorita de educadoras que todavía usaban puntero y que te alineaban a golpes los dedos sobre el pupitre para castigar el error. Durante esos meses imaginé segundo a segundo mi revancha: un cuarto de siglo más tarde, próximo ya a los 40 años, yo volvía a la escuela primaria (Normal Superior) Juan Bautista Alberdi Nº 10 de la calle Tres de Febrero 2463, San Andrés, San Martín, provincia de Buenos Aires, convertido en un escritor célebre. Maestras y alumnos me rodeaban en éxtasis y ella se arrodillaba y me pedía disculpas públicas.
Durante años, esa fantasía rencorosa me sostuvo. Nunca volví al colegio, nunca pude agradecerle a esa maestra todo lo que hizo por mí.