No existe el azar en la escritura sino la determinación de un deseo que no necesariamente fluye en el momento de su aparición, sino que aguarda hasta encontrar su cauce. A la relectura de algunos libros, por ejemplo Cecilia, de Benjamin Constant, la impulsaron mis ganas iniciales de escribir una novela “a la Constant”, romántica, desesperada.
Luego de la muerte de mi padre, he ido muchas veces a su casa (no al cementerio, su casa es el lugar al que voy a visitarlo y a encontrarme con él). En esas ocasiones, mientras duró el verano, yo miraba los árboles, las ramas del sauce eléctrico o las de otros árboles cuyos nombres desconozco y pensaba que las delicadas tramas de la naturaleza, sus imbricaciones y entrecruzamientos, superan en mucho las que se pueden observar en la estructura de cualquier novela.
Una madrugada me sobresalto y despierto con un nombre que acude a mi mente . Es el nombre del personaje femenino de una novela que leí en la adolescencia y que me asomó por primera vez a la fascinante y terrible posibilidad de que un hombre sea un títere en manos de una mujer. Me pongo a escribir, tratando de cruzar la historia que se me ocurre con una serie de experiencias que creo haber tenido. Las veo en perspectiva, se despliegan como las ramas de los árboles se abren al cielo, pero a la hora de la verdad, palabra por palabra, lo que va saliendo es algo más modesto: una historia sale de la otra, y otra de una tercera, como una serie de injertos.