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La fortaleza

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Se hace cuesta arriba conversar de literatura cuando el contertulio tiene por referencias solo las que brinda alguna colección de narrativas contemporáneas. Los gustos propios no siempre son compartidos (si no, todos los hombres ambicionarían la posesión de la misma mujer, y a la inversa). Osvaldo Lamborghini escribió o dijo, para plantar la bandera de su insularidad: “Es difícil no gustarle a nadie”, pero más difícil aun es encontrar a alguien que le guste lo mismo que a uno, o siquiera que lo conozca.

Cuando quiero hablar de una de mis novelas favoritas, Las relaciones peligrosas, primero abordo esa ficción mencionándole la película que dirigió Stephen Frears. Claro que la película se estrenó en 1988 y no entró dentro de la categoría improbable de los clásicos universales (que Hollywood establece considerando únicamente las producciones de sus estudios), por lo que, para haberla visto, mi interlocutor, o es un cinéfilo refinado, capaz de discernir con ojo crítico entre el polvo y la paja, o es paciente poseedor de unos cuantos años. Si la vio.

Si, por ejemplo, me comenta la belleza núbil de Uma Thurman, la contención de Michelle Pfeiffer o la arrebatada perversidad dolorosa de Glenn Close (en sus respectivos papeles de Cecile de Volanges, madame de Tourvel y la marquesa de Merteuil), si, por ejemplo, me comenta la escena en la que Malkovich (vizconde de Valmont), baja a misa tironeándose entre los incisivos como si entre ellos se hubiera enganchado algún pelillo enrulado, entonces me doy cuenta de que estoy en terreno.

Recién entonces le pregunto si leyó el libro. No es que sea fácil de encontrar en las librerías, pero una búsqueda por internet garantiza resultados.

Junichiro Tanizaki escribió el Elogio de la sombra para exaltar las opacidades y humedades de un Japón perdido. Choderlos de Laclos, Las relaciones peligrosas para exaltar la conquista amorosa como una actividad cruel que proviene del arte de la guerra y termina en tragedia.