Leo en la edición de PERFIL del domingo pasado una nota firmada por una de las periodistas que habitualmente sigo con mucho interés, publicada en la página 6, en la rúbrica “Política económica”, seguida de un cintillo que dice “El nuevo modelo”. Pero el corazón del artículo no trata de esas cosas, sino del primer partido de fútbol que el nuevo gobierno jugó en la Quinta de Olivos. Alberto Fernández fue arquero y según leemos en la nota, “uno de los funcionarios confió que ‘fue la figura del equipo. Sacó cinco o seis pelotas de gol’”. ¡Qué tranquilidad saber que estamos en buenas manos! (en el sentido literal del puesto en el que juega). Martín Kohan se haría un picnic con esta escena, que incluye cierta dosis de ambigüedad (¿sacó cinco o seis pelotas de gol? De un presidente espero el máximo rigor), pero a diferencia de Martín, yo no sé escribir sobre fútbol (actividad que tomo como un vicio privado), por lo tanto prefiero cambiar de tema (pero ahora que lo pienso, ¿los 982 caracteres de más arriba fueron sobre fútbol o sobre otras cosas, que incluyen a la política, el periodismo, etc.? No lo sé, así que insisto con cambiar de tema).
Entonces, ¿sobre qué versar de ahora en más, en este domingo tórrido? Ya sé… ¡tengo que escribir sobre política! Perdón, quise decir sobre poesía. O mejor dicho, sobre uno de los mejores análisis políticos incluidos en un poema. Pocas cosas más interesantes que la relación entre poesía, política y sentido del humor (que incluye a la ironía y hasta el chiste). Por momentos, tiendo a pensar que ironía y literatura son casi sinónimos. Es que si a algo se opone la literatura es a la solemnidad. En la poesía local, un gran poeta antisolemne es Ricardo Zelarayán, autor de La gran salina, seguramente uno de los poemas argentinos más extraordinarios del siglo XX. Es un poema crucial, definitivo, tan perfecto que prefiero optar por no transcribir un solo párrafo. Pero en otro poema del mismo libro (llamado La obsesión del espacio) se lee lo siguiente: “El presidente mea./ Lo acompaña de parado y con sobretodo el señor ministro./ —Oigame, mi general,/ ¿podría explicarme por qué/ si estamos meando los dos/ solo se oye el ruido de uno?/ —¡Pero Toronja Pelada!/ ¡No ves que te estoy meando el sobretodo!”. Publicado en 1972 –la época en que Cámpora era de verdad, no estaba introducido por ningún “La”–, el poema sigue siendo uno de los mejores análisis políticos sobre la relación entre el líder y sus empleados (por cierto, no quiero insinuar que algo así ocurre hoy en día en los vestuarios de la Quinta de Olivos). La de Zelarayán es una escritura que hace de la sorna, la ironía y cierta picaresca una forma terrible de ver el mundo. La violencia está siempre arrevesada por un desacople, por un desajuste entre las palabras y la experiencia.
La poesía mexicana ha dado grandes obras maestras irónicas –no solo sobre política–, especialmente en las décadas de 1920 y 30. En esa tradición, Renato Leduc es mi poeta favorito. Nacido en 1895 y muerto en 1986, en Los buzos diamantistas, de 1929, escribe: “Lunarios opalinos. Academias/ rutilantes de nácar y coral,/ donde monstruos socráticos decían/ que solo siendo feo se puede ser genial”. Luego, varios de sus poemas fueron musicalizados en forma de canciones populares espantosas. Es la venganza del mercado contra el poeta irónico.