A Mario Firmenich, no menos que a Isabel Perón, la máquina de olvido de los argentinos parece haberlos remitido a un imaginario de inexistencia, por el cual hacemos de cuenta de que no están en ninguna parte. Por eso Firmenich se pronuncia y al menos yo doy un respingo, como lo daría sin dudas también, y aun mayor, si Isabelita dijera algo.
Desde España, es decir a prudente distancia, Firmenich ha formulado una declaración vehemente acerca de la cuarentena argentina. Y allí inscribe su preocupación: “Existe un riesgo evidente: la prolongación indefinida de una cuarentena ruinosa para millones de personas para ‘mantener achatada la curva’ puede terminar en una rebelión social contra la cuarentena por el Estado de Necesidad. El resultado será un contagio masivo con millones de muertes”.
Yo no sé si la cuarentena debe aflojarse más o menos, no sé si habrá millares de muertes y no sé si se producirá una rebelión social en el país. Entretanto, leo ese texto entre preguntas. ¿Cuál es la tesitura que adopta Mario Firmenich acerca de una rebelión social? ¿La saluda, como otrora, o actualmente le preocupa y lo mueve a prevenciones? ¿Sería la cuarentena, ya que no el coronavirus, la chispa que habría de encender esa mecha, ante el Estado de Necesidad que a todas luces lo inquieta? Cuando emite su documento, ¿lo hace en carácter de qué? Cuando habla de “millares de muertes”, ¿lo asocia con algo? Cuando anticipa lo que pasará con las masas, ¿no duda ni por un instante de su talento personal para hacer vaticinios? Cuando objeta lo que ha estado mal previsto (“la continua postergación del ‘pico de la curva’ es una alerta de que algo no está bien previsto”), ¿de dónde saca la confianza en su propio poder de previsión? Y si esa mentada “rebelión social” llegara eventualmente a producirse, con sus eventuales miles de muertos, ¿qué papel cabría, a su entender, para sus posibles promotores: ponerse al frente de la misma, asumiendo una responsabilidad, o salvar miserablemente el pellejo y mandar a la muerte a otros? Y en el caso de verificarse esta oprobiosa segunda alternativa, ¿no debería ser quien así procediera más cauto en sus declaraciones, sin darse demasiado dique, incluso muchos años después?
Las palabras, aunque de actualidad, parecen provenir, no solamente desde otro lugar, sino también desde otro tiempo. Amarga ironía, porque en ese tiempo se pensaba en serio en la posibilidad de transformar el mundo de manera visceral. Y ahora, en cambio, nos frustramos con la evidencia de que no cambiará (al menos no radicalmente). El colapso general de la pandemia para muchos está indicando que los criterios de valor y el orden de prioridades imperantes en el mundo globalizado están dejando, cuanto menos, mucho que desear. Lo que no implica de por sí que estemos a las puertas de una transformación profunda del estado de cosas (ningún marxismo, a menos que se lo caricaturice para divertimento de los verdugos, habrá de asignarle a un virus, y no al accionar revolucionario de las masas, la agencia de esa transformación).
No obstante, es notable qué tan pronto el coronavirus dejó de ser un “virus cheto” entre nosotros, un asunto a custodiar en las puertas de entrada de Ezeiza. Y es notable qué tan pronto dejó de ser un virus “democrático”, que nos ponía en peligro “a todos por igual”. Ahora impacta sobre todo en las villas miseria, mostrando que cambiarles el nombre por el más bonito de “barrio” no bastó a remediar su realidad brutal de carencias y hacinamiento. La pandemia recorrió el mundo entero, pero ahora empieza a acomodarse donde al mundo mejor le sienta: no en el primero ni en el segundo, sino en el tercero de los mundos que lo integran.
Por eso los conservadores recobran ahora su buen humor y reactivan sus mejores chanzas, satirizando a quienes pretenden que la realidad del mundo cambie. Se alivian al ver que de a poco se restablece el orden, que sufren los que tienen que sufrir, que se joden más o menos los de siempre, que perderán los que está previsto que pierdan, y que ríen los que tanto disfrutan reír. Sobre todo cuando se aseguran de que la desgracia será sustancialmente ajena.