Yo no sé cuánto dura el virus en alguna superficie, sin anidar en una célula que lo aloje. Yo no sé calcular la distancia que pueda llegar a recorrer en la saliva de los que escupen cuando hablan o en los mocos de los que estornudan sin un mínimo de consideración. Yo no sé si es capaz de meterse por los ojos, por arriba del barbijo, ni si en tal caso es conveniente o es perjudicial ponerse a pestañear a toda máquina. Yo no sé si el barbijo por sí solo es suficiente o conviene adosarle un nylon en el bolsillito interno. Yo no sé por qué razón los primeros barbijos que compré no tenían ese bolsillito interno.
Yo no sé si el virus salió de un laboratorio chino o de una sopa no convencional para Occidente. No sé si surgió porque sí, si se les escapó por accidente o si lo echaron a correr a propósito para después poder vender los tests o, más aún, dominar el mundo. Yo no sé si las soluciones que aportan son sensatas y confiables o si son parte de ese mismo plan. Yo no sé quiénes están en lo cierto: si los suecos o los noruegos, si los dos o si ninguno. Yo no sé si el testeo masivo es propicio o imprescindible, un aporte o lo decisivo.
Yo no sé si la cuarentena ya está bien o si hay que extenderla. No sé si es correcto darles tanto lugar a los sanitaristas y epidemistas o si convendría darles menos. Yo no sé si las restricciones a la circulación social responden siempre al cuidado de los otros o si dan pie para que gocen los que gozan con el control y la vigilancia. Yo no sé si la idea de una autorregulación responsable puede ser una medida preventiva suficiente o si traerá más contagios y muertes.
No lo sé. Pero escucho la radio y entro a Twitter, veo entrevistas en la televisión y en los portales de internet, leo cartas y comentarios de lectores, ¡y qué seguros lucen casi todos! ¡Qué abundancia de certezas tienen!
La verdad es que no sé cómo hacen. De veras que no lo sé.