Desde que le ganó Raúl Alfonsín a Italo Luder, casi todos los sucesivos perdedores en el resto de los comicios atravesaron un sino parecido: ya no pudieron ni pensaron presentarse como candidatos a la Casa Rosada. Se disolvieron como mandatarios frustrados, se oscurecieron y ni siquiera tuvieron ofertas de sus vencedores; más bien padecieron la fría distancia dentro de las propias fracciones políticas que los habían ungido: se quedaron, para utilizar el léxico cristinista, sin su lugar en el mundo. Si bien Luder rechazó integrar la Corte Suprema, los otros no fueron convocados ni para disponer de una embajada. De Angeloz a Bordón, de Duhalde –un caso aparte de breve reciclaje– a Menem, de Carrió a Binner. Sus carreras finalizaron.
Ahora, en cambio, los dos derrotados en la última partida electoral, Scioli y Massa, se aferran a una continuidad diferente a esas décadas de historia, convencidos de que su carrera y su motivación no han terminado en la última contienda, y ambos se sirven de una estrategia distinta. Uno, haciendo actos, sacándose fotos como siempre en balnearios o campings, objetando a su vencedor –en apariencia sin invocar ya a la dama que lo guiaba espiritualmente–, y el otro, fusionándose con el oficialismo en un operativo canje con plazo limitado, pegándose a una ola de buena parte de la sociedad que se proclama, como Charlie Hebdo, “je suis macriste”, e invocando con alteraciones aquel apotegma nunca cumplido de “si pierdo, ayudo” por el de “si pierdo, me sumo”. Curiosamente, Scioli realiza lo que se imaginaba para Massa y éste, a la inversa, opera en la línea que se le habría adjudicado al ex gobernador bonaerense.
Peronistas. Uno hubiera justificado su historia en la amistad de antaño que lo reunía con Macri, y el otro, por el desdén que Macri le dedicó para no incorporarlo a una sociedad partidaria que hubiera triunfado por un margen superior. Pero cambiaron su rol tradicional: camaleónica la política. Ambos, claro, convencidos de que pueden recuperar –igual que De la Sota, Gioja y Urtubey– una identidad peronista habitualmente mayoritaria a dos años vista de las elecciones de medio término, arrinconando a un extremo el cristinismo básico, facción que languidece con el mutismo de la señora y sin otro líder en la superficie.
Expectante este grupo, rabioso, pero que no irrita a pesar de que Macri se interesa en cambiar lo que el kirchnerismo se atribuye como esencia. Quizás su quietud parcial obedece al temor de que se expongan los errores de su administración o aparezca algún mandoble oficialista, ya que entienden que el Gobierno podría influir en alguna causa judicial escandalosa. No reparan en un mandamiento que la Casa Rosada se propuso, el “no revanchismo” recomendado por el asesor Duran Barba, quizás inspirado en la experiencia argentina del ’55 al ’58 del siglo pasado o de otras semejantes en latitudes diversas.
Lo cierto es que, en el primer tramo de este macrismo de 50 días, Massa ha obtenido más ventajas que Scioli, sea por acompañar cierta conducta general del público manifestada en las encuestas o debido a que gran parte de su caudal se satisface con cargos bajo la excusa obvia de que “nosotros siempre apoyamos lo bueno y criticamos lo que está mal”. Así sea. Aunque sea efímero.
Cortocircuitos. Poco importa si en el Gobierno, como en otras administraciones, surgen disidencias explícitas por espacios de poder, controversias propias de sus integrantes, o se advierte, como en la medicina antigua, el ejercicio de la prueba y el error. La lista es extensa, con jerarquías diversas: Malcorra contra Cabrera por el dominio de Comercio Exterior, la sorda objeción de economistas Pro del gradualismo de Prat-Gay, la fractura de éste con Marcos Peña –sea por los holdouts, respecto de los cuales uno puso una cifra y el otro pidió resolverlo lo más rápido posible, sea por la autonomía declarativa del ministro, que lo ubica como un pequeño Cavallo–, el by-pass del jefe de Gabinete con el ministro Frigerio (por los aportes cedidos a la Capital en detrimento de las provincias) o con el ministro Garavano por la designación de dos ministros de la Corte Suprema por decreto. O con la ministra Bullrich por la designación de Burzaco como su segundo.
Hay otras penurias internas: Carrió contra Daniel Angelici por su pretendida influencia en la Justicia (aunque el presidente de Boca cuenta en su plantel con una Carrió propia, Laura Alonso) y éste contra Nicolás Caputo, ambos del corazón de Macri aunque enfrentados desde que este último gobernaba la Capital.
Por no hablar de sensibilidades que el jefe de Estado prefiere soslayar, como la discusión por la cantidad de desaparecidos en tiempos de la dictadura militar en la que lo introdujo Lopérfido. Son temas que le arrebatan la armonía familiar, algo así como recordarle que él más de una vez pareció preocuparse por la situación de personal castrense detenido sin causa.
Macri, más bien al margen del contubernio o la negociación política con los gobernadores, también alienta acciones personales que luego, si se espiralizan, puede modificar. Ocurrió con el fútbol –no soportó ni un día la presión de América TV por haber sido excluido este medio de la televisación del fútbol–, pero rectificarse no impidió que se hiciera sin licitación.
Lo mismo sucedió con las provincias, molestas por la excesiva contribución del Estado a la Capital por el traslado de la Policía Federal, hasta que finalmente obtuvieron su mendrugo, pero sin debatir la razón por la cual ese instituto policial debe ser pagado por todo el Estado cuando sirve a una sola localidad; debe ocurrir con los despidos de militantes o aprovechados en la administración pública, también sometidos luego a revisión cuando –como en el Senado– sólo la mitad se proveyó de la generosidad de Boudou, y el resto respondía al aparato sindical.
No es lo mismo exonerar a 2.000 que a 1.000, pero menos es no hacer nada, podría decir Macri como justificativo de un inicial programa que prueba los límites y retrocede ante el parapeto si es demasiado alto para su estatura, un ejercicio manifiesto de alguien que, por ingeniero, se decía que no sabía de política. Pero que la hace, al igual que sus antecesores abogados.