El ingreso a los puntos más altos de la modernidad me permitió acceder al uso de auriculares en el celular y la consiguiente escucha de música mientras camino por la calle. Es una medida segura de salud mental atender a las voces sacras de mi mística favorita, Hildegarda Von Bingen, a cambio de los estruendos de motos y colectivos. Hildegarda Von Bingen, que nació en el Valle del Rin hace algo menos de mil años (1098 dC), fue mística y profetisa y tuvo visiones alucinógenas (lo que no quiere decir que viera a Dios bajo la forma de un hongo) o alucinantes, inventó una lengua secreta (también lo hicieron para la misma época las mujeres chinas, el Nü shu), fue abadesa de un convento y se escribía con teólogos y tenía sueños eróticos y redactó libros, pero sobre todo compuso bellas canciones en latín, y cuando vas por la calle escuchándolas llegás a creer que sos uno con el reino de los cielos.
Ahora bien, esa modernidad que me acompaña, al parecer registra, por la vía del algoritmo, lo que imputa a mi deseo volviéndolo mercancía. Así que si pongo una vez una canción de doña Hildegarda, luego me ubica en serie veinte o cincuenta o cien canciones más, pero ordenándolas en algo que llama mix, y que combina de manera desesperantemente casual otra serie de composiciones que van de Bach a Mozart y de Brahms a Wagner, siempre en fragmentos (claro que, ¿quién se anima a escuchar entero algo de Wagner?), en las porciones escogidas que esas máquinas suponen el promedio máximo de tolerancia auditiva. El reino de la edición se supone como el reino de la selección. De todos modos, en medio de esa combinatoria más bien aleatoria se cuela algo que no es necesariamente de mi agrado (de la edición a la selección no hay elección).
Entonces, de golpe, como los “temas” van enganchados, me cruzo repentinamente con una exasperación desgañitada de Macri en el Congreso, una presentación pública del libro de Cristina por la propia autora, una entrevista en la que Vidal habla mal de Kichi o Kichi habla mal del Hada Buena. Y peor cae el asunto cuando el azar algorítmico te entrega algún debate insustancial y gritoneado de Intratables. Ni hablar de las matoneadas vulgares de Espert, devorador de consonantes. Entonces me detengo mientras la gente me empuja, busco la música de nuevo, y santa Hildegarda me impulsa a rezar, otra vez, por algo de paz en medio del escándalo del teatro de la política de entrecasa.