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Sobre la desgracia

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Fernández y Lavagna durante los debates. | cedoc

“Me alegra que una vez le toque al peronismo gobernar sin tener qué repartir y que esta vez sea un gobierno no peronista el que le pase la bomba sin explotar a ellos”, sostienen algunos antiperonistas. En Estados Unidos sucede algo similar en el Partido Demócrata: se alegran de que hayan bajado las acciones porque perciben la directa relación entre Bolsa en alza y mayor intención de voto para candidatos del Partido Republicano. Y aunque no se atrevan a decirlo, verían con cierto agrado que el coronavirus hiciera más estragos en la economía norteamericana, así disminuirían las posibilidades de que Trump fuera reelecto.

En momentos graves hay que mantener la mente serena y pensar con grandeza

Pero la situación de Argentina es bien distinta a la de Estados Unidos, cuya economía se recuperó fuerte los últimos tres años, cuando Trump dejó atrás la crisis de 2008/9 que le tocó ir superando a Obama, mientras que desde entonces Argentina no logra crecer y los últimos dos años de Macri fueron un epílogo desastroso. Alberto Fernández se debe estar preguntando por qué a él le viene a tocar la explosión del coronavirus en marzo, en medio de su renegociación de la deuda. Justo cuando había apostado a una sola bala de plata: que una renegociación exitosa de la deuda cambiara el humor recesivo de la economía argentina e iniciara un círculo virtuoso tras más de una década de estanflación.

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“Cuando llega la desgracia, nunca viene sola, sino a batallones”, escribió Shakespeare. Pero la mayor desgracia es merecerla y, dentro del peronismo, ya antes de saber de la existencia del coronavirus varios gobernadores se venían inquietando por la falta de un plan económico que trascendiera la renegociación de la deuda y sacara a la Argentina de círculo vicioso de caída de actividad, caída de recaudación, nuevo ajuste (vía impuestos o reducción de gasto) y nueva caída de actividad. Entre ellos el gobernador de Santiago del Estero, Gerardo Zamora, esposo de la presidenta provisional del Senado, Claudia Abdala, elegida para ocupar la tercera posición en sucesión del mando por Cristina Kirchner y ante quien había transmitido su preocupación por la falta de un plan económico.

Pero la desgracia puede tener un poder transformador: “La desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir”, sostenía Pascal. La desgracia es capaz de hacer abrir los ojos hasta a los más ciegos, es una maestra que sabe mucho, y una amiga que no engaña como la felicidad, sostuvo el dramaturgo Ventura Ruiz Aguilera.

Fue la desgracia de la hiperinflación lo que llevó a la sociedad a apreciar las ventajas de combatirla con éxito a comienzos de los 90, más allá de que la corrupción y la ambición re-reeleccionista de Menem se consumiera con los años sus frutos, convirtiéndola en un fin en sí mismo. Fue la desgracia del default de la deuda a comienzos de siglo lo que hizo a la sociedad asumir pérdidas y adecuarse a las circunstancias para volver a crecer ayudada por la fortuna, también luego malgastada por la misma ambición re-reeleccionista de distintos nombres con el mismo apellido.

Hace diez días Roberto Lavagna declaró: “Le dije a Alberto Fernández que no creo que sea un momento adecuado para hacer un consejo económico y social, porque veo en los distintos sectores –empresariales y sindicales– una actitud de no querer ceder en nada. Con la rigidez actual, desde los productores de Vaca Muerta hasta los jubilados, pasando por jueces, diplomáticos y sindicatos, todo el mundo se mantiene en su posición y es difícil cambiar”.

Otra desgracia es no haber aprendido de ellas, pero la repetición es uno de los métodos de la enseñanza. Lo que Lavagna vino a decir hace diez días es que no encuentra el mismo espíritu que en 2002, que no aprendimos la lección. Quizás el mazazo que produce en la economía el coronavirus haga tocar fondo a toda la sociedad y desde allí se pueda empezar a pisar firme.

Y quizás ahora sí sea el momento adecuado para que un economista político como Roberto Lavagna –y no un técnico– conduzca la economía del país, colocando a Martín Guzmán en el papel de secretario a cargo de la renegociación de la deuda.

Esta próxima semana se cumplen los primeros cien días de Alberto Fernández y su imagen, luego de subir tras haber asumido, ya comienza a mostrar signos de desgaste. Si en algún momento Alberto Fernández pensó en una segunda marcha para la economía, primero con Guzmán para renegociar la deuda y luego con un economista de peso que trascendiera lo financiero, las consecuencias económicas del coronavirus apuran el paso a esa segunda fase.

No hay desgracia a la que le falte su remedio, y puede ser ella misma el remedio a los males que la precedieron. Alberto Fernández puede tener en la desgracia del coronavirus el shock que lo impulse a acelerar el paso.

Asumiendo que la desgracia hermana y la grieta sería un lujo en el infortunio, es una buena oportunidad para que Alberto Fernández cumpla con la promesa electoral que le permitió sumar los votos para poder ganar las elecciones y ser el presidente: que termine con la grieta, para lo cual primero debería poder unificar a sus propios partidarios. Quizás una figura externa al Frente de Todos pudiera ayudarlo. Más aún valdría para aunar fuerzas con la oposición si quien viniera a cosechar los frutos del éxito no fuera un exponente del oficialismo.

Hay que desarrollar fuerza proporcional al infortunio: la unidad nacional sería una de ellas

Una afirmación en estudios sociológicos es que “ante la agresión externa los grupos se cohesionan”, pero solo cuando son conscientes de su absoluta interdependencia. Alberto Fernández podría exhibir ante la sociedad la grandeza de un estadista explicándole a la población –hablándoles a propios y a extraños– que el coronavirus genera un empeoramiento que podría ser terminal sobre la frágil salud de la economía e impone un gobierno de unidad nacional. Una alianza mucho más amplia que la del kichnerismo, peronismo y Frente Renovador.

Si así fuera, hasta podría terminar dándosele las gracias a la desgracia (su contrario y fuente etimológica) por habernos despertado a tiempo.