El ejercicio del poder en democracia requiere construcción de mayorías, más aún aquel poder que pretende ser transformador. La construcción de mayorías de un sector de poder –más aún cuando pretende ser transformador– genera como respuesta la construcción de otra mayoría. Primero como respuesta defensiva y luego, ya consolidada, como respuesta ofensiva. No importa cuánto evolucione la sociedad en el sentido de qué ideas compartidas la lleven, siempre aparecerá una escisión rebelde porque el escalamiento del pensamiento humano tiene su génesis en la dialéctica.
El éxito del futuro presidente residirá en comprender que hay tres y no dos familias políticas
La lógica física de la construcción de mayorías es tan sistémica como centrípeta, atrayendo hacia dos centros casi todo lo que no está atraído al centro del otro. Esa fuerza gravitacional termina creando constelaciones –en otras épocas, partidos políticos, hoy coaliciones– con el imperativo de amalgamar diferencias y –a la vez y por tanto– fabricar diferencias entre los parecidos de un sector y el otro (Massa-Larreta por ejemplo). Es lo que Freud llamaba el narcisismo de las pequeñas diferencias como elemento identitario. La construcción de identidades que no enfermen de esquizofrenia y terminen fragmentándose requiere el antídoto de la polarización. El antídoto a la esquizofrenia paga como costo el efecto secundario de una neurosis donde se genera y recrea permanentemente el malestar en la cultura.
El síntoma de ese malestar se refleja en las crecientes tensiones que se producen en las dos coaliciones políticas actuales (podrán reconfigurarse cuando las tensiones se hagan insostenibles). Digerir esas tensiones es el precio que cada coalición debe pagar para no ser superada –o peor aún, insignificada– por la otra.
Que cada coalición tenga halcones y palomas (metáfora como la de la grieta que en su repetido uso indica su afortunada capacidad descriptiva) es el resultado de que no hay dos sino más que dos, y que la construcción de esa polarización es artificial. El destacado antropólogo argentino radicado en México, referente ineludible de los estudios culturales en Latinoamérica, Néstor García Canclini, sostuvo en el extenso reportaje publicado ayer en PERFIL que hay “más que polarización, dispersión de demandas desatendidas”. Paralelamente, estudios de campo social muestran que la opinión pública organiza en tres familias políticas y no en dos, como indica la lógica electoral. En focus groups se repite la tendencia a ubicar a los actores políticos compartiendo espacios diferentes a los de las coaliciones que los amarran.
Los ciudadanos asocian a Cristina-La Cámpora-Kicillof, entre otros, en un espacio; a Macri-Bullrich-Milei en otro espacio común; y a Larreta-Morales-Manes pero también Alberto Fernández-Massa-Scioli en otro espacio común a todos ellos. La lógica electoral se encargó de hacer convivir a tres familias en dos casas y a la familia más numerosa la dividió en dos casas, dejándola así atrapada por las llamadas minorías intensas.
Quienes fueron atravesados por un alma comercial y valoran hacer dinero, como Néstor Kichner y Mauricio Macri, bien saben que a una sociedad comercial se la puede dominar con el 25% de las acciones si se la fragmenta en dos sociedades donde se acumule el 51% en cada una. Esa misma “escalera” de las sociedades comerciales se puede replicar en las sociedades civiles.
Néstor Kirchner, más sagaz que Macri e igual de sagaz que Menem, extendió esta lógica más allá de su propia coalición electoral y, tras triunfar, llamó a la parte moderada de la coalición electoral adversa y construyeron una gobernabilidad transformadora. Menem llamó a la derecha de la Unión de Centro Democrático (la Ucedé de los liberales de Álvaro Alsogaray) y Néstor Kirchner a los progresistas del Frepaso (el universo alrededor de Chacho Álvarez) y más tarde directamente a los radicales con la transversalidad.
Si Macri hubiera sumado al Frente Renovador de Sergio Massa, como pretendía Gerardo Morales en la célebre convención radical de Gualeguaychú de 2015, otra hubiera sido la historia de Cambiemos. De la misma forma que si Cristina Kirchner hubiera continuado el espíritu inicial de su marido (luego el mismo fue perdiendo ecumenismo) en lugar de apostar al “vamos por todo” (solos), también la historia reciente del peronismo hubiera sido otra.
Supuestamente esa es la lección aprendida por Horacio Rodríguez Larreta en su meta por superar a Macri, y esa sería la lección aprendida por Massa y Scioli (como canta la canción “tan distintos y tan iguales” y por eso se repelen), como hace ya tiempo incorporada por Alberto Fernández, solo que la “auditoría” del cristinismo y La Cámpora –él es responsable de no haberse animado a romperla– se lo impidió aplicar.
Precisamente por eso Alberto Fernández dejó de ser jefe de Gabinete de Cristina Kirchner tras la crisis con el campo, criticó duramente su gobierno hasta el fin del mandato y promovió las campañas electorales alternativas de Sergio Massa primero y Florencio Randazzo después. Precisamente por eso su candidatura en 2019 generó la esperanza en el peronismo de centro que representan la mayoría de los gobernadores y luego su frustración. Promesa que se mantiene vigente (con infinitamente menos credibilidad) en la eventualidad de un triunfo en las PASO frente a un candidato delegado de Cristina, algo difícil de ocurrir en gran medida porque la vicepresidenta no facilitaría esa alternativa.
Más verosímil resulta la misma promesa en Horacio Rodríguez Larreta, quien tiene la oportunidad de vencer en una interna a Patricia Bullrich, quien si bien no representa oficialmente a Mauricio Macri es la significante de ese ideario y un triunfo de Larreta en las PASO podría empoderar la aplicación de sus ideas.
Sea quien fuere que le toque asumir el 10 de diciembre próximo, tendrá como condición necesaria (y como siempre no suficiente) del éxito de su futura gestión el comprender que no hay solo dos familias políticas sino tres, y la habilidad del líder será juntar la parte de otra que es vecina a parte de la propia. Lo que hizo Menem por derecha y Néstor Kirchner por izquierda, y no hicieron ni Cristina Kirchner ni Mauricio Macri en su búsqueda (insegura) de hegemonía.
Menem en 1990 y Kirchner en 2003 integraron a parte de sus adversarios en el gobierno
Quien sea el próximo presidente de Argentina no solo podrá inspirarse en los ejemplos de hace 33 años de Menem y 20 años de Néstor Kirchner sino en el reciente de Lula en Brasil, quien directamente amplió su coalición no ya de gobierno sino electoral sumando como vicepresidente a Geraldo Alckmin, el opositor (en su caso de derecha) que compitió con el Partido de los Trabajadores en dos elecciones presidenciales anteriores sacando la mayor cantidad de votos.
En el reportaje largo de la edición de hoy de PERFIL, el todavía flamante jefe de Gabinete, Agustín Rossi, aun con la aprensión por no decir una palabra de más, coincide con que el próximo gobierno, aunque fuera del Frente de Todos, tendrá que hacer una alianza de gobernabilidad con una parte significativa de Juntos por el Cambio, y viceversa, si quien fuera a gobernar el próximo 10 de diciembre fuese la oposición. Lo curioso en el caso de la visión de Rossi es que también un candidato que no fuera de síntesis en ambas coaliciones, Patricia Bullrich o Axel Kiciloff, una vez electo igual podría hacer el giro hacia la moderación invitando a participar del gobierno a parte de sus adversarios aunque hubiera ganado las elecciones proponiendo polarización. Finalmente, el teorema de Baglini: “Cuanto más lejos se está del poder, más irresponsables son los enunciados políticos; cuanto más cerca, más sensatos y razonables se vuelven”.