La absolución de Donald Trump en el Senado fue la imagen más fiel de la profunda metamorfosis que sufrió en los últimos años el Partido Republicano y la política estadounidense. Tras el fracaso económico de George W. Bush y los ocho años de Barack Obama, el Gran Old Party (GOP) tenía que reinventarse. Bajar impuestos, reducir el déficit fiscal, y defender el libre mercado ya no bastaba para ganar las elecciones. Los republicanos encontraron en el magnate inmobiliario la receta ideal para volver al poder. Y esta semana se aferraron a ella, conscientes de que las encuestas, que le otorgan una aprobación del 49%, la economía y su electorado no los perdonarían si lo dejaban caer.
Mitt Romney, ex candidato a presidente en 2012 y único republicano que votó para destituir a Trump, simboliza el pasado principista y moderado del partido de Abraham Lincoln. Trump, en cambio, se ajusta más a lo que pide hoy la política: showman, un barniz de outsider que se enfrenta al “pantano” de Washington, grandes dotes comunicativas, y poco contenido ideológico.
Si bien Trump rescata algunas de las tradiciones del partido, se desmarca en las formas de comunicar y en la base que pretende representar. Hace guiños a los que temen perder su trabajo –el verdadero motivo de sus guerras comerciales–, a los descontentos que sienten que el crecimiento no golpeó a sus puertas, y a los desencantados con la política tradicional. Esa gente no ve a Trump como la fuente de su inspiración, sino como su azote al sistema. Para Trump la política es un juego de suma cero, donde no hay cooperación posible con la oposición ni con sus correligionarios que discrepan públicamente con él.
Las primarias, que funcionaban como un dique de contención de los candidatos más radicales y extremistas, se transformaron en una competencia donde gana quien moviliza al núcleo duro más activo, aquellos que gritan más fuerte en los mítines y en las redes sociales. Si esa minoría es lo suficientemente ruidosa y el candidato es un habitué de los estudios de televisión, la cobertura de la prensa y el flujo de donaciones están asegurados.
Millonario y ex conductor de The Apprentice, la política de Trump no es de masas, sino de reality show. Cada gesto, frase o tuit está estudiado para generar un profundo impacto –negativo o positivo–, replicado por sus seguidores, opositores y los medios de comunicación, que avivan, sin quererlo, el fuego de la hoguera de las vanidades del trumpismo.
Muchas veces subestimado, Trump intuye como pocos lo que quieren las audiencias. El discurso del Estado de la Unión fue una muestra de ello. Allí, habló de un “boom” de empleos en la industria –un tema crucial para votantes en Michigan, Pennsylvania, Ohio y Wisconsin–, acentuó los principales hitos de su administración en la lucha contra el terrorismo, e hizo hincapié en el control de las fronteras. Pero el presidente sabe que la política no se nutre solo de propuestas programáticas, sino también de emociones e impacto. Por eso, entregó la Medalla al Valor al locutor de extrema derecha Rush Limbaugh, referente de la “mayoría silenciosa” que vota al presidente, un día después que anunciara que luchaba contra un cáncer de pulmón; sorprendió a una mujer al anunciarle que su esposo, un militar destinado en Afganistán, estaba con ellos en el recinto; y levantó de su silla a republicanos y demócratas al presentar al presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, en un gesto dirigido a la diáspora venezolana y cubana de Florida, distrito clave en la lucha por la presidencia. La política exterior de Trump también está diseñada para garantizar su permanencia en el poder.
En Estados Unidos ninguna campaña política prospera solo con ideas o una fuerte personalidad, también necesita una cantidad abundante de dinero. Experto en recaudar, el presidente ya embolsó 211 millones de dólares, más que cualquiera de sus contrincantes demócratas, según el sitio Open Secrets. Los principales grupos de interés quieren poner un pie en la Casa Blanca. Para ello, donan millones a los Super Pacs, los comités de acción política que apoyan a los candidatos con “independencia” de su comando de campaña.
Tras la absolución en el impeachment en el Senado, Trump tiene las manos libres para buscar la reelección. Con ese objetivo, desplegará una campaña similar a la de 2016, con la diferencia de que ahora tiene una exitosa gestión que mostrar. Refregará en la cara de sus rivales las alentadoras cifras de la economía, que creció entre el 2 y 3% en 2017, 2018 y 2019, al tiempo que insultará a la prensa y a las minorías. Los demócratas aún no descifran cómo enfrentar ese estilo cáustico y agresivo, tan políticamente incorrecto como cautivante para los que hacen zapping en la televisión o se sumergen en las redes sociales. Porque Trump es justamente eso, un “politician entertainer” (político animador) que despierta con un agudo olfato las pasiones más profundas y controvertidas del electorado.