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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

Un problema fiscal inherente al modelo

La historia reciente de Argentina está marcada por la sucesión de crisis económicas, financieras, sociales y políticas que hicieron que el crecimiento económico se revelara elusivo aun cuando: “Tenemos de todo para alcanzarlo”. Estas crisis, sobre todo las más recientes y aun cuando algunas de ellas hayan tenido como fenómeno gatillador a un shock externo, fueron la culminación de situaciones fiscales complejas e insustentables.

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La historia reciente de Argentina está marcada por la sucesión de crisis económicas, financieras, sociales y políticas que hicieron que el crecimiento económico se revelara elusivo aun cuando: “Tenemos de todo para alcanzarlo”. Estas crisis, sobre todo las más recientes y aun cuando algunas de ellas hayan tenido como fenómeno gatillador a un shock externo, fueron la culminación de situaciones fiscales complejas e insustentables.
Tal como lo sostiene Natalio Botana, entre otros, hasta 1940, en el marco de una economía en crecimiento, Argentina fue capaz de ofrecer un conjunto de bienes públicos que a escala internacional eran importantes (sobre todo la educación laica, gratuita y obligatoria), pero no llegó a desarrollar ni un sistema político ni una política fiscal de igual nivel de desarrollo que el de sus pares.
Los recursos provenientes de los impuestos al comercio exterior eran suficientes para financiar prácticamente la totalidad de la actividad del Estado, lo que llevó a demorar la puesta en práctica de un sistema tributario basado en contribuciones directas progresivas. Pero la naturaleza de bien superior (cuyo consumo aumenta cuando aumenta el ingreso) que posee el gasto público, determinó que el mismo creciera en términos del producto justo cuando el comercio exterior pasaba a representar una fracción decreciente del mismo, lo que condujo a un progresivo desbalance de las finanzas públicas.
El estado permanente de crisis fiscal no abandonaría a la Argentina, de allí en más. Una de las consecuencias más evidentes del mismo ha sido una tendencia recurrente a tomar medidas de carácter confiscatorio. En numerosas oportunidades, cuando el sector público experimentaba un problema de financiamiento estuvo dispuesto a comportarse de manera fuertemente expropiadora, mucho antes de hacer lo que realmente habría tenido que hacer que era atacar el problema de fondo: un nivel de gasto público claramente infinanciable.
Inflación, hiperinflación, volatilidad normativa e impositiva, violaciones de contratos, devaluaciones, cesaciones de pagos, congelamientos de los depósitos, precios dirigidos, impuestos extraordinarios, etc., fueron los mecanismos a través de los cuales se manifestó, en diferentes momentos del tiempo, la vocación confiscatoria del Estado. Una lista demasiado larga y demasiado contraria al manual básico de las recomendaciones de políticas favorables al crecimiento.
El marco de incentivos típico de una economía capitalista chocaba, cada vez que el financiamiento público entraba en crisis, con el comportamiento oportunista del gobierno de turno. Las leyes de emergencia económica se transformaron en una legislación habitual y la concesión de poderes extraordinarios al Poder Ejecutivo, usualmente prevista en dichas leyes se transformaron en un pasaporte para un vale todo cuando se trata de financiar al Estado.
Asistimos, desde hace cuatro años, a un fuerte deterioro de la situación fiscal de Argentina. Un deterioro que no es patrimonio sólo del Gobierno central, sino que, también ha contado con una contribución importante de parte de los fiscos provinciales.
En efecto, el resultado primario del Gobierno Federal pasó de un superávit del 3,7% del PBI en 2005 a un déficit (medido sobre una base comparable que no toma en cuenta los recursos provenientes de los DEG, ni las utilidades del FGS, ni la transferencia de los ahorros previsionales privados) de 1,3% del producto en 2009. Las provincias, por su parte, pasaron de un ahorro primario de 0,8% del PBI en 2005 a un desequilibrio estimado de 1,2% en 2009. Para ser más claros, el deterioro fiscal de los últimos cuatro años, en términos del superávit primario consolidado (nación y provincias), alcanzó la friolera de 7,0% del PBI.
Frente a esta situación, la idea del Gobierno consistiría en hacer frente a un problema de flujos, gasto creciendo por encima de los ingresos y la consecuente desaparición del ahorro corriente o superávit primario, utilizando stocks.
Sean estos los ahorros previsionales en las cuentas de capitalización individual, ahora en manos de la ANSES o el capital de trabajo de organismos públicos como la AFIP, el PAMI y el Banco Nación o las reservas internacionales del Banco Central. El problema es que si no se resuelve el problema de flujos, no hay stock que alcance.
Los stocks disponibles no son infinitos como tampoco lo son los que ya están siendo utilizados. Y esto genera temores e incertidumbre toda vez, que en el todo vale para financiar al Estado, la mira puede posarse sobre otros stocks aún no tocados (tal el caso de los recurrentes y preocupantes rumores sobre la utilización de parte de la liquidez existente en el sistema financiero).
O se corren riesgos de que se utilicen la inflación y la devaluación para seguir financiando el crecimiento del gasto.
Mientras la inflación permite que los ingresos corrientes del fisco (los impuestos atados a la inflación) aumenten, la devaluación tiene un doble efecto ya que incrementa los ingresos corrientes (a través de los impuestos al comercio exterior, las retenciones y los tributos atados a la inflación que la devaluación genera) y aumenta el valor en pesos de las reservas internacionales del BCRA y de los intereses que éste le gira al Tesoro.
El problema fundamental es que el crecimiento del gasto público y el consecuente deterioro de las cuentas públicas son inherentes al modelo económico vigente desde 2002. El gasto público tiene en este modelo un rol claramente compensador. El modelo de peso débil (y “competitivo”) es un modelo de salarios también débiles.
La forma de “esconder” ese lado oscuro del modelo es a través de gasto público asistencial y subsidios; aparte de controles de precios, prohibiciones a las exportaciones y retenciones, que permiten contener los precios de muchos bienes y servicios muy importantes en la canasta de consumo de la población.
Una presión tributaria récord, producto de un gasto público récord, convive entonces con estas intervenciones sobre el sistema de precios con consecuencias muy negativas sobre la inversión de riesgo.
Esto genera un círculo vicioso de baja inversión, bajo stock de capital por trabajador y, por ende, bajos salarios convalidando el modelo de peso débil y gasto compensatorio. Este modelo no conoció límites mientras el contexto externo mejoraba y es probable que este año se repita una situación en la que los límites no aparezcan de manera tan visible.
Pero la política económica no puede diseñarse como si esto fuese siempre posible.
Con esta dinámica fiscal, la historia volverá a repetirse; a menos que los objetivos de largo plazo se impongan esta vez sobre las urgencias políticas de corto, en beneficio de una Argentina donde el desafío del crecimiento económico sustentable no resulte más esquivo.