Hay algunas amistades que necesitan prólogos. Pienso en Primavera. A lo largo de los años hablé de ella a amigos. La conocí en el secundario y lo primero que me impactó fue su pelo rojo, su cara similar a un dibujo de manga japonés, su nombre genial: Primavera. No recuerdo el apellido. No era necesario.
Primavera cursaba por la tarde en el Colegio Nacional San Martín de Quito y Quintino Bocayuva. Era un colegio popular, normal, si no funcabas ahí tenías que ir al Carlos Pellegrini de Flores, llamado coloquialmente “el Charlie”. Ahí iban los fumetas y psicodélicos de la zona. El Charlie era como la contracara del Nacional Buenos Aires. No producía dirigentes, ni pensadores: los que egresaban de allí eran la élite de la nada.
Durante mi amistad con Primavera ella me trató siempre como un perrito al que hay que cuidar. Nunca se dio cuenta que la admiraba profundamente, por esa cuestión de encontrarme con una mujer que no cumplía los roles establecidos a las mujeres de su edad. No seguía la moda, ni los gustos de la época, y su lenguaje estaba constantemente en ebullición. No hablaba un día seguido de la misma manera. También tenía sexo con los chicos sin apegarse a ellos. Pasó fugaz por el rabillo del ojo de la secundaria. Nunca la volví a ver, pero intenté retratarla en una novelita que escribí sin conseguirlo. No le hice justicia. A veces me encuentro hablando de Primavera como si hubiera sido un relato que no me salió bien, algo que no puedo modificar porque el personaje se me rebeló. No se sometió a mis intereses. No creo que Primavera me recuerde ni un segundo.
Las novelas de Thomas Pynchon me resultan siempre insoportables, pero le tengo un especial afecto a un librito que publicó ya siendo un autor reconocido. Un libro hecho de relatos que permanecían inéditos porque el autor consideraba “mal cocinados”. Se llama Un lento aprendizaje, y Pynchon le escribió un prólogo para analizar a cada uno de los cuentos que lo componen. Implacable, encuentra errores por todos lados. Hablando de “Lluvia ligera”, el primer relato de la antología, por ejemplo, dice: “Para empezar, no reconocí que el problema del personaje principal fuera lo bastante real e interesante para generar por sí mismo un relato. Al parecer me creí en la obligación de revestirlo con un baño de imágenes de lluvia y referencias a La tierra baldía y Adiós a las armas. Me guiaba por el lema ‘hazlo literario’, un mal consejo que yo mismo me dí”.
El escritor invisible también se cuestiona que los personajes hablen con ciertas jergas que suenan impostadas: “Mi error consistía en tratar de pavonearme de mi oído antes de tenerlo”.
En 1962, Georg Lukács hace la misma operación que Pynchon al prologar una nueva edición de su famosa Teoría de la novela. Habla de la moda del momento, que consistía en hacer generalizaciones a partir de unas pocas características, de una escuela, de un período y sacar conclusiones generales. Este método reduccionista hizo que su Teoría de la novela no terminara bien con el paso del tiempo: “Tal fue el método de Teoría de la novela. Permítanme citar algunos ejemplos. El tipo de forma de la novela dependerá, en gran medida, de si el alma del personaje principal es demasiado estrecha o demasiado amplia en relación a la realidad. Este criterio tan abstracto permite, cuando mucho, ilustrar algunos aspectos de Don Quijote, obra tomada como representativa del primer tipo. Pero alcanzar una completa comprensión de la riqueza histórica y estética siquiera de esa única novela es una empresa demasiado amplia. En cuanto a los demás novelistas de la misma línea, como Balzac o hasta Pontoppidan, el método mismo los coloca en una camisa de fuerza que los deforma por completo”. Y agrega, hablando en tercera persona de sí mismo, como Maradona: “La arbitrariedad del método sintético del autor de Teoría de la novela lo conduce a una comprensión distorsionada de Balzac y Flaubert, o de Tolstoi y Dostoesvky, etc. etc.”
Y sobre el final, se ríe de la intelectualidad alemana –como Theodor W. Adorno– que se ha instalado en el Gran Hotel Abismo. Un lugar espléndido, situado al borde de un acantilado hacia el absurdo, donde contemplan la nada entre excelentes platos y entretenimientos artísticos.