A Donald Trump no le afecta que revelen sus libertinajes pagos, que señalen que es muy bruto, que lo cuestionen cuando discrimina. No le afecta a él, a título personal, pero según parece no afecta tampoco su imagen pública, la adhesión de quienes lo aprecian y lo votan. Y es que Donald Trump es rico. Y el dinero, en quien lo posee de a millones, irradia para muchos una especie de encanto intrínseco, un halo protector de fascinación y de brillo, por el cual todos aquellos otros factores, por deplorables que puedan resultar, quedan eclipsados, si es que no, más aun, redimidos.
A todo esto hay que agregar el enorme peso que tiene, entre los mitos fundantes del imaginario estadounidense, la figura del self made man: el que tiene plata porque la hizo, porque supo hacerla; el emprendedor infatigable que erigió de la nada un imperio; el empresario como un héroe de nuestro tiempo, el paradigma por excelencia del mérito individual.
Ahora bien, el New York Times reveló hace unos días que Donald Trump no creó ninguna fortuna: que la recibió, ya como fortuna, de manos de su padre, y que empezó su carrera desde ahí. La moral de la meritocracia y el régimen hereditario, como sabemos, no compatibilizan demasiado bien. Y si al hacedor de riquezas le toca, bajo ciertos enfoques, un aura de veneración, no es lo mismo con los herederos. Los herederos habrán de ser, a lo sumo, buenos continuadores, aceptables acrecentadores; o bien, como los sobrinos del Tío Rico o como nuestro Isidoro Cañones, unos tarambanas, cabezas frescas, irresponsables, falsos vivos; a medias zánganos y a medias parásitos, cuyas buenas vidas empiezan con lo que otros, y no ellos, supieron forjar.
Las revelaciones del New York Ttimes no afectaron a Trump, por supuesto. Ni tampoco a sus admiradores. La inaudita moral de la riqueza cuenta siempre con una dosis considerable de cinismo. Y en eso Donald Trump es sin dudas el campeón mundial.