Habitantes de una era en la que la medida de todas las cosas es la pérdida –un millón de especies perecerán en las próximas décadas–, no puede ser coincidencia que, al igual que los majestuosos paquidermos, la figura del humanista ecuménico sea también la de un animal en extinción. En un mundo entregado a la especialidad y a las incontables, doctas ignorancias donde cada vez sabemos más de cada vez menos, resultan excéntricos, en el orden de la anomalía, los temperamentos abocados a la comprensión holística de la realidad y sus contornos. Entre ellos, brilla con auténtico fulgor el historiador José Emilio Burucúa (1946), una de las figuras más sólidas y proteicas de la inteligencia argentina, profesional de excepción que en 2016 era homenajeado con unas jornadas que llevaron su nombre en la Biblioteca Nacional, donde figuras de la talla de Carlo Ginzburg y Roger Chartier, entre otras, se dieron cita para celebrarlo y discutirlo.
La ocasión de esta entrevista es a causa de la publicación del hermoso libro Historia natural y mítica de los elefantes escrito a cuatros manos con Nicolás Kwiatkowski (con quien ya antes había escrito Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios) editado en la colección Fuera de serie de la bellísima editorial Ampersand, especializada en edición e historia del libro.
Bajo la luz dorada de una mañana de otoño austral, el doctor accedió con generosidad a contestar estas preguntas.
—Por principio, la belleza. ¿Cómo nace la idea de escribir esta obra tan particular, única en su especie?
—Este libro nace a partir de un diálogo que tuve en Nantes, Francia, con unos colegas indios en el Instituto de Estudios Avanzados, donde ellos eran mayoría y llevaban la batuta, en diálogos durante la cena. Los indios son extraordinarios porque pertenecen en realidad a dos mundos culturales, ya que si bien los latinoamericanos podemos parecer algo diferentes al mainstream de Europa es como si fuéramos una tercera rama de la tradición occidental.
— Los mexicanos, por cierto, tenemos un horizonte orientalista: México no es del todo occidente, algo late distinto en ese mosaico abigarrado y su profundo sustrato prehispánico, algo que se come y se huele.
—Sin embargo, el hecho de usar una lengua extraordinaria como el español nos vuelve occidentales, una rama paralela de Europa al otro lado del océano, con el agregado de los pueblos antiguos de América, ustedes mucho más que nosotros desde luego.
—En ese sentido le pregunto, ¿cómo lees y a qué atribuyes la erudición avasallante de un erudito hindú?
—Ellos se encuentran en dos mundos desde la escuela primaria, aprenden el inglés e incorporan el pensamiento anglosajón. Buena parte del pensamiento de la India circula en inglés. El conocimiento que tienen de Borges, por decir algo, es similar al de cualquier europeo culto. Han incorporado a los grandes autores a su propio bagaje, por ello es que son particularmente inteligentes, siempre dos o tres pasos delante de lo que se puede pensar, en la creatividad y originalidad. Eso sin contar que a los 15 años están hablando tres o cuatro lenguas: el inglés, el hindi, algunos el urdu y la lengua de su provincia. Los eruditos más todavía porque agregan a eso el conocimiento del sánscrito o el pali, que vendría a ser nuestro conocimiento del griego y del latín. Pero volviendo a su pregunta, fue el director de cine Kumar Shahani quien me preguntó, en una conversación sobre los animales como símbolo de lo humano, –sentido en el que la tradición cristiana europea es riquísima– cuál era en Occidente el animal que mejor simbolizaba al ser humano. Pedí tiempo para investigar –era parte de lo maravilloso de estar en ese sitio, poder dedicarse a lo que uno le diera la gana– y lo que encontré fue sorprendente para mí, pero mucho más para los colegas de la India, una noción de la que nace la hipótesis del libro: lo mejor del ser humano para la tradición occidental está simbolizado por el elefante. El hombre justo y templado, fuerte, pero consciente de no utilizar su fortaleza con sevicia; además, de acuerdo con una vieja tradición ya presente en Plinio, se trataría de un animal religioso, que reconoce a los dioses y les rinde culto. El elefante es el único animal que recuerda y venera a sus muertos. Todo eso lo vuelve a un emblema de la humanidad. Entonces le pedí ayuda a Nicolás quien se entusiasmó con el asunto y nos pusimos a buscar las pruebas de esta hipótesis. La nuestra es una obra con sus limitaciones. Las fuentes del libro son occidentales, salvo de manera tangencial con el mundo islámico. Sin embargo, todo se nutre de las fuentes venidas de la India. No era nuestra intención meternos con la cuestión lingüística, que sería un universo aparte.
—Justo en ese rasgo que menciona, esa aparente diletancia, creo que radica una de las fortalezas del libro: se trata, sobre todo, de un hermoso ensayo sobre un precioso tema; una investigación que deviene lieratura.
—Bueno, muchas gracias. Creemos que se trata de una obra decente.
—¿Cómo fue trabajar a cuatro manos con Nicolás?
—Entre nosotros somos prácticamente un monstruo de dos cabezas. Iniciamos hace años traduciendo el 60% de los escritos de Leonardo Da Vinci, de sus cuadernos dispersos por diversas colecciones europeas. Trabajamos 8 años en esa traducción, cosa que hacíamos juntos sábados y domingos dialogando con ese muerto extraordinario. Luego nos abocamos a la investigación de masacres y genocidios, desde la perspectiva de una teoría de la representación, sobre sus condiciones de posibilidad, preocupación que llevamos al tema de los desaparecidos en Argentina.
—Un tema de importancia toral para México, buena parte del país norteamericano hoy es una narcofosa donde la muerte no es sino la primera de una larga serie de calamidades.
—Es un tema muy complicado; ya en los antiguos aparece el tema de la representación de la desgracia, desde Herodoto, cuando relata masacres y se dice “no sé qué pasó aquí ni cómo pudo esto ser posible”. El se refiere al por qué un grupo pudo matar de manera terminal y violenta a otro grupo de inermes y vencidos. Herodoto piensa que debe haber existido un numen que enloqueció a ciertos hombres. Luego Tucídides, cuando narra la masacre de Melos, relata la negociación previa y le da una forma teatral y en tres líneas escribe “los atenienses masacraron a los Melos”.
—Teatro gore de la crueldad. Como si para narrar el horror fuera necesario poner una distancia formal.
—Después de todo ese despliegue del logos, todo termina en la arbitrariedad y la crueldad más radical. No hay una causa racional. Sin embargo, acuñan la primera fórmula para hablar de ello: es la fórmula de la caza, una matanza de hombres similar a la cacería de animales. Algo que permita decirlo para, acaso, intentar comprenderlo.
—Ya que menciona la caza, se trata de una de las principales causas de muerte de elefantes en el presente por cierto, con reyes incluidos.
—La caza del elefante es algo que prospera a partir del siglo XIX, por eso nuestra intención era llegar hasta el siglo XVIII dado que tanto Nicolás como yo somos especialistas en historia moderna; pero aparecieron hilos de esta trama en donde la caza de elefantes, africanos sobre todo, se vuelve el leitmotiv de nuestra relación con ellos. Aparecen momentos de gran crueldad, se trastorna el vínculo en una aberración a partir del siglo XIX: apresarlo para tenerlo como bestia de espectáculo, luego como caza deportiva, asesinatos por placer con los safaris y finalmente para sacarles el marfil. Eso lleva de los 13 millones de ejemplares a finales del siglo XIX en Africa a los menos de 400 mil del presente. Algo difícil de concebir sobre todo tomando en cuenta la dimensión del animal. Esto nos llevó a pensar en una segunda parte que diera cuenta de este fenómeno, que tratamos de ligar con el despojo y la devastación que el imperialismo europeo ha hecho en el Africa. Las expediciones en pos del marfil van de la mano de la explotación de poblaciones para usarlas en este tráfico, tanto para la captura y matanza como para la transportación a través de regiones inhóspitas. Un crimen en el que comparten responsabilidad los europeos, pero también los países árabes y China.
—Por otro lado, son ustedes muy claros al tomar distancia del perspectivismo amerindio, respecto a que no encuentran sentido en tratar de imaginar cómo piensa un animal.
—En tanto historiadores, debemos atenernos a las fuentes. La cuestión del pensamiento animal es para los neurólogos, lo cual no quiere decir que no prestemos atención a lo que dicen los etólogos, pero tratar de reconstruir cómo piensan los animales no entra en el corazón de nuestro oficio como historiadores, y los antropólogos todo intentan hominizarlo, ¡hay cosas de los animales que no podemos saber! Nicolás y yo estamos convencidos de que los animales tienen un mundo autorreferencial que solo se puede explicar por la propia existencia del animal, a la manera de un agujero negro que cada tanto manda señales de lo que está pasando en el interior. Nos parece un exceso y cierta pretensión respecto de nuestro conocimiento de los animales saber qué sienten y qué piensan, actividades que seguramente hagan; ahora, es poco lo que podemos saber, y hasta el día de hoy no parece haber tenido una gran incidencia, salvo en los orígenes del proceso de domesticación, ese mundo interno del animal en la cultura que nosotros hemos construido. En el caso de los elefantes pareciera haber algo muy parecido al lenguaje articulado en la forma en que ellos transmiten ciertos peligros mediante la vibración que producen en el suelo moviendo las patas de manera casi imperceptible para nosotros. Transmisiones que viajan bastantes kilómetros.
—En otro tenor, relacionado siempre con su interés con los animales y sus arquetipos históricos, se exhibe hasta el próximo domingo en el Museo Nacional de Bellas Artes la exposición “Ninfas, serpientes, constelaciones. La teoría artística de Aby Warburg”. ¿Qué significa para ti el ejercicio de la curaduría?
—Hay una escena que me fascina de la primera película de Batman, con Michael Keaton. Y es aquella en la que el Guasón, Jack Nicholson, pone sobre el suelo una inmensa cantidad de fotografías, a la manera de un mosaico del que más adelante tendrá que escoger algunas para otorgarles un sentido, alguna dirección narrativa. Creo que la curaduría tiene mucho de eso; se trata de un gesto insensato que nace de la risa y hasta la carcajada hasta que esa mueca va solidificándose y volviéndose un rictus, a veces incluso sombrío, algo serio. De cualquier manera en este caso fue algo que disfruté muchísimo y que me permitió continuar el diálogo de tantos años con la obra de Warburg, con atención especial en dos horizontes culturales precisos: la antigüedad del Mediterráneo y la antigüedad de la América prehispánica. Un animal colindante con el universo mágico. Luego de su expedición con los Hopi en Nuevo México, Warburg concibió una teoría de la cultura basada en la existencia de distancias mentales entre el ser humano y el mundo. Lo que intenté fue ilustrar sus ideas principales a través de obras prehispánicas y del arte europeo conservadas en colecciones argentinas; todo con la finalidad de comprender la supervivencia de motivos y símbolos antiguos en tiempos de crisis y fragilidad de la memoria.
—¿Prefiere un mundo con más elefantes o un mundo de seres humanos?
—Prefiero un mundo en armonía; un lugar donde puedan vivir los elefantes, pero también nosotros, para apreciarlos y comprenderlos.
¡Qué gran obra es el hombre!
Investigaciones recientes acerca de la historia de la atribución de lenguaje a los animales, desenvueltas en el marco de los animal studies, nos han revelado la paradoja que autores del Renacimiento italiano introdujeron en el tema del hiato animales-seres humanos. Se trata de un conjunto de ensayos, publicados en 2016, por filósofos italianos del lenguaje, entre los que citamos a Chiara Cassiani y Cecilia Muratori.
La primera destaca el planteo ético que aplicó Maquiavelo a los paralelos entre la conducta de los animales en las fábulas y apólogos y el comportamiento histórico y político real de los seres humanos. Se refiere, además, a un pasaje célebre del Orlando furioso, canto v, octava i, en el que Ariosto enfatiza el abismo que separa los dos horizontes de la vida en detrimento claro de los hombres, cuando el paragone está referido al tratamiento que los machos dispensan a las hembras de su especie (en Cimatti, Gensini y Plastina, 2016: 162-168). Canta Ariosto:
“Todos los otros animales que se encuentran en la tierra, / o bien viven calmos y están en paz, / o bien luchan y se hacen la guerra entre sí, /mas a la hembra el macho no la hace: / la osa con el oso erra segura por el bosque, / la leona yace junto al león; / el lobo vive con la loba segura, / y la ternera no teme al pequeño toro” (1973 [1516-1532]: 34). Por su parte, Muratori se detiene en las consideraciones hechas por Cardano en su tratado político “El proxeneta”, acerca de la crueldad humana que se lanza contra los animales de modo aplastante, al punto de invertir las reflexiones habituales en torno a la ferocidad presunta de los brutos como su rasgo distintivo (en Cimatti, Gensini y Plastina, 2016: 156-160): “Nunca pude entender por qué habría sido mejor para nosotros nacer hombres, cuando es tan gravosa nuestra especie para el resto de los animales, ya que ella es la causa de sus mayores calamidades” (Cardano, 1663: 361).
Hay otras evidencias de una moderación de la distancia que estudiamos a partir del Renacimiento tardío. Con frecuencia, los seres humanos fueron considerados animales, pero animales particulares.
Tenemos indicios literarios de ello. Shakespeare, por ejemplo, podía hacer exclamar a Hamlet: “What a piece of work is a man! ... The paragon of animals!” (ii.ii., 306-12) [‘¡Qué gran obra es el hombre! ... ¡El parangón de todos los animales!’]. Milton, por su parte, sostenía que la principal diferencia entre el hombre y los animales era el trabajo cotidiano: “Man hath his daily work, while other animals unactive range” (Paradise Lost, Book iv.l.621) [‘El hombre tiene sus labores cotidianas, mientras otros animales vagan inactivos’]. En la Apología de Raymond Sebond, por su parte, Montaigne criticaba el “cinismo humano respecto de las bestias” y consideraba presuntuoso que los hombres afirmaran saber qué piensan los animales. ¿No es, acaso, una ingenuidad pensar que, por su inteligencia, los hombres conocen las oscilaciones internas y secretas de las bestias? ¿Mediante qué comparación entre ellos y nosotros concluye el hombre la ausencia de razón que les atribuye? Igualmente, reconocía a los brutos cierta “facilidad” para vocalizar letras y sílabas, lo que “testimonia que poseen un discurso interior que los torna así voluntariosos.
*Extracto de Historia natural y mítica de los elefantes (Ampersand, 2019).