Cada vez que muere un anciano, es una biblioteca que arde” dice un hermoso proverbio africano y que en esta ocasión, cuando el occiso es Umberto Eco, se cumple por partida doble: ha muerto un hombre que contuvo multitudes.
La figura de Umberto Eco, que ya con vida había adquirido el tamaño de mitológica a partir de la década del 60, encuadra una de las mayores y más nobles tradiciones europeas: la del humanista total; un renacentista riguroso para el que prácticamente nada de lo humano fue ajeno. Tales fueron las palabras de obituario de La Repubblica: adiós al hombre que lo supo todo.
Sin embargo, el hecho de ser un erudito no sería suficiente para encuadrar su nombre en la historia de la cultura del siglo XX, porque si bien Eco merece un lugar de privilegio entre nombres como los de Marcel Bataillon, E.R. Curtius, George Steiner, Walter Benjamin o Roland Barthes, la suya es una obra abierta que exploró con originalidad, inteligencia, dedicación y fortuna campos tan rigurosos y estimulantes como la filosofía, la semiótica, la lingüística, la historia de la cultura, la teoría de la comunicación y del arte, la sociología y hasta las relaciones conflictivas entre los campos del saber, por lo que puede asegurarse que Eco ha sido uno de los mayores críticos culturales de Occidente: el arte de integrar lo apocalíptico.
Narrador de éxito global, es en el vasto campo del ensayo, tanto lírico como académico pero siempre documentado, donde se encuentra lo más proteico y poderoso de su obra –y no sólo en el que probablemente sea su libro más utilizado en el mundo, Cómo se escribe una tesis– porque si algo tuvo Eco fue una voracidad desaforada que no sólo sugiere e ilumina caminos sino que invita a pensar: la de los libros y los hombres. En una de sus últimas entrevistas sostuvo con alegría: “Podría hacer una silla por día. Pero prefiero hacer sólo una por semana. Porque la parte más bella para mí es el período que paso escribiendo un libro”.
*Escritor y periodista.