Robert Darnton es un fino archivista, un historiador que busca indagar las atmósferas de época a través de microescenas que pertenecen a eventos que podrían ser desdeñados por su condición de atender solamente curiosidades de la vida cotidiana, a veces del modo en el que podría interesarse un muy buen periodista del presente. Pero su materia es la Ilustración como un ámbito donde se desarrollan formas de vida secretas, divergentes o discrepantes de los poderes públicos. En no poco se parece a los historiadores de la vida privada de la escuela francesa, o a los estudiosos de las “subalternidades” tal como en las últimas décadas se desarrollaron en universidades británicas o norteamericanas. Sus temas, no obstante, son más políticos o por lo menos transmiten las fuertes evocaciones que el pasado le dirige al presente. Sus conocidas historias sobre los artesanos que practicaban el ritual de matar gatos o las vicisitudes de los censores o policías franceses del siglo XVIII interviniendo sobre la vida literaria e intelectual repercuten directamente en reflexiones sobre la cultura contemporánea no sin un dejo de apelación indirecta a cierto foucaultismo: los poderes les dan formato a las escrituras y a las decisiones de lectura. Darnton comprende con singular profundidad el tema de la censura y, siguiéndola a lo largo de diversas culturas e historias sociales, escribe una interesante genealogía del pensamiento literario, rozando de alguna manera los temas que provienen desde hace décadas de la pluma de Roger Chartier: el “orden de los libros” y las “prácticas de lectura”.
Pero Darnton es además un lúcido bibliotecario. Su tarea al frente de la Biblioteca de Harvard es conocida por la especial dedicación que le prestó al compromiso social de las bibliotecas con la diseminación de la lectura y con los sistemas del derecho común ciudadano. Pero llegó lejos en la problematización del mundo de Google como gran monopolizador cultural de fines del siglo XX. Allí tomó, como serio y distinguido liberal norteamericano, el mismo tema que ya había preocupado a un gran sector de la intelectualidad francesa, cual era el de la intervención de una empresa mundial de datos en las principales direcciones de lo que llamaríamos la “administración de la cultura”: las ofertas que menudearon en épocas no tan lejanas sobre las grandes instituciones archivísticas y bibliotecarias del mundo respecto al encargo que le permitiría a Google, como entidad digitalizadora de los fondos documentales del mundo entero, controlar prácticamente todo el movimiento intelectual y los modelos de investigación e información conocidos. Esto provocó fuertes reacciones que aún no cesaron –fue el gran tema en la Biblioteca Nacional de Francia en la década pasada– y que motivan hasta hoy que la Feria del Libro de Frankfurt se abra con grandes alegatos de los poderosos editores alemanes –en sí mismo otro gran sistema mundial– en contra del modo en que Google proyecta administrar los derechos de autor planetarios.
Testimonio de este debate, surgido del pliegue más interno de los filósofos franceses, es el libro de Barbara Cassin, titulado Googleame, una crítica al gran banco de datos desde una teoría democrática y cultural renovada. Este riguroso ensayo hace años fue publicado en coedición por el Fondo de Cultura Económica y nuestra Biblioteca Nacional. De más está decir que fue muy grato escuchar a Robert Darnton en Buenos Aires. Es un conferencista dúctil y experimentado, exponente acabado del progresismo liberal de muchos sectores de la cultura universitaria norteamericana, con una posición de extrema sensatez sobre el equilibrio entre el libro bajo las formas heredadas y los dispositivos lecturales electrónicos, además de tener una visión ampliamente compartible sobre otra necesaria ponderación, respecto a lo que se le debe al derecho de autor y lo que se le debe al autonomismo de la circulación cultural. Este tema se está discutiendo en todo el mundo –hace semanas hubo una gran reunión internacional organizada por la Biblioteca del Congreso en Buenos Aires– y el Parlamento está por aprobar una ley de excepcionalidad para la consulta en todas las bibliotecas del país. De paso, aprovecho para instar a que esta aprobación definitiva ocurra en las próximas sesiones, así como también la de la no menos ansiada Ley de la Biblioteca Nacional, que pone un necesario marco legal de primer nivel donde hasta el momento no lo había.
Darnton es impulsor destacado de una Biblioteca Digital Norteamericana, con criterios altruistas, democráticos y no empresariales. La voluminosa carga digital que contiene no puede compararse con experiencia semejantes a las que nuestro país está atravesando, pero no quiero dejar de señalar aquí la Biblioteca Digital de Patrimonio Iberoamericano, en pleno desarrollo, en la que nuestra Biblioteca Nacional tiene participación. Si cedemos a la tentación de comentar algo más de los intereses de investigación vinculados a la etnografía histórica (tal como podríamos denominar los ensayos de Darnton), podríamos recordar los escritos de Víctor Serge sobre la policía secreta del zar, la Ojrana, o la novela El agente secreto, de Joseph Conrad. O también los artículos de Marx sobre la censura, en los tiempos en que era redactor y director de La Nueva Gaceta Renana, año 1848. En todos estos casos, además de tantos otros, lucen en la consideración de este arduo tema las argumentaciones menos esquemáticas que pueden concebirse a propósito de un asunto que se presta a fáciles guiones. Robert Darnton posee esas mismas facilidades para esquivar el esbozo predigerido y la opinión superficial. Es un humanista que gusta de la complejidad, la cortesía y la meditación estimulante sobre la condición humana. Fue un placer asistir a su charla.