CULTURA
diario de poesía

Arnaldo Calveyra

Esta semana se distribuirá en nuestro país “Diario francés. Vivir a través del cristal”, el primer libro póstumo de uno de los más grandes poetas que haya parido nuestro país. Está compuesto como una acuarela libertaria y marca el pulso de su primera estancia parisina iniciada en 1959.

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Esta semana se distribuirá en nuestro país “Diario francés. Vivir a través del cristal”, el primer libro póstumo de uno de los más grandes poetas que haya parido nuestro país. | cedoc

Definir a Arnaldo Calveyra no es algo sencillo, ya que sus tareas se han multiplicado en un sinnúmero de facetas que escapan a cualquier intento de anclaje. Dramaturgo, novelista, cuentista, pero por sobre todo eso la condición de poeta se impone como curadora y régisseur de toda su obra.

Por más redes que se tiren para pescarlo, Calveyra siempre se escapa por la tangente, con una gran destreza para encontrar imaginarias líneas de salida. ¿De dónde se escapa Calveyra? Del sentido común, de las normas literarias, de la opacidad del mundo “real”. Nacido en Mansilla, un pueblo rural de la provincia de Entre Ríos, en 1929, se graduó en Letras por la Universidad de La Plata y siendo muy joven, a comienzos de la década del 60, se radicó en París, donde falleció en el año 2015. Discípulo de Carlos Mastronardi, tuvo el privilegio de tener como amigos a celebridades como Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Juan Gelman, Juan José Saer y Peter Brook. En Francia publicó la mayoría de sus libros en la prestigiosa Actes Sud.

En su propio país tuvo un lento pero firme reconocimiento. Fueron pioneros en la difusión de su obra Jorge Fondebrider, que entrevistó al poeta en el diario La Razón (1986) y en el N° 4 de Diario de Poesía (marzo de 1987), y Libros de Tierra Firme, que publicó en 1988, en un solo volumen, Cartas para que la alegría e Iguana, iguana. “¡Las palabras se vuelven un conglomerado al que llamamos poema! Ese es un motivo para sentirse alegre”, le confesaba a Fondebrider por aquellos años.

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Una estampida de voces, cadenas de “antisucesos” se anudan en puntos sin retorno: una vez lanzada la palabra, se libera de todo posible sentido, recobrando su virginidad e inocencia, humedecidas por los líquidos inauditos de un demiurgo. En Diario francés hay cartas, entrevistas, citas, epigramas, chascarrillos como burbujas (“la sola posibilidad de metafísica en Argentina es la política”), ¡hasta la carta a un presidente argentino!: “El peronismo fue una prehistoria de jóvenes animales que buscaban aire, atrozmente desesperados. El momento que vivo es nuestra historia, y no me resigno a dejarla sin saberla un poco más limpia. Yo no tengo la culpa si entre un peronista no inocente y yo no hay diálogo posible. Usted, tampoco. El mal viene de más lejos y era hasta hace un tiempo el mal sin remedio del mundo: los ricos de dinero y los pobres de dinero”.

Por el año en que Calveyra escribió el diario, se infiere que la carta está dirigida a Arturo Frondizi.

Calveyra hace de lo íntimo una obra de arte, potenciando cualquier nimiedad, raspando la superficie de lo que suele pasar desapercibido para encontrar la blue note, el acorde secreto, la llave para entrar a “la cuarta dimensión” que Calveyra asocia con los afectos: “Es esta entrada en la cuarta dimensión donde nada ni nadie de lo anterior queda atrás, relegado, sino que, al contrario, porfía por fundirse en lo de hoy hasta que la circunstancia de vivir se nos vuelve presente cristalino”. El recuerdo se actualiza en un presente perpetuo que involucra todas las líneas de tiempo: “Todo un rito, beber juntos, como en Mansilla: ‘A la nôtre!’. Miradas algo insistentes como al más joven, que yo dejaba deslizarse hacia la puerta a mis espaldas adonde se perdían. En el Monte Blanco hay cadáveres con más de cien años, intactos a causa de la nieve”. Mansilla, su pueblo natal, aparece mentado en una sintaxis onírica que superpone tiempos y espacios.

“Yo siempre estoy escribiendo el mismo libro”, afirmó alguna vez y hay que otorgarle toda la razón: la obra de Calveyra se despliega como un formulario continuo, una rotativa que nunca se detiene. Para abordar sus textos, hasta sería pertinente cambiar la categoría de “lector” por la de “espectador”, porque al “planeta Calveyra” se ingresa como a una sala de cine, para ver en una pantalla imaginaria una proliferación de pequeños núcleos que estallan, adoptando formas nunca vistas; el déjà vu es desplazado por el jamais vu: la distorsión de la percepción torna irreconocibles los objetos familiares y se impone la necesidad de rebautizar, de renombrar, volviendo a fundar sobre lo fundado, multiplicando mundos con espejos que se abren como portales. Calveyra ve todo por primera vez, conquistador del instante, pasionario de la nomenclatura; retrotrae las cosas hasta la nebulosa del origen, cuenta cantando y canta soñando, siendo la realidad exterior apenas un lienzo donde arrojar colores, imágenes, ligazones dictadas por insondables caprichos de la magia. Ampliando los patrones de percepción, sume lo contemplado en una inefable gama de combinaciones, instaurando una suprarrealidad metapoética, un mundo paralelo en permanente partenogénesis: “Las palabras sin gobierno, barítonas de ellas mismas, barítonas del viento que pasa, fuera de los hombres. Epoca afuera; a los costados del entretiempo”.

Una vez enfocado, Calveyra llena de atributos imprevistos una flor, una vaca, un amigo, interviniéndolos hasta hacerlos irreconocibles, erosiona los datos fácticos hasta convertirlos en piezas de una orfebrería imaginante.

En el latir impetuoso de una alquimia que no cesa, las palabras se aureolan de iridiscencias fantásticas. Calveyra toma en sus manos las palabras como frutas que hay que pelar: una vez liberadas de su cáscara, están listas para jugar: “Abrirle la puerta a las palabras para ir a jugar”, dice convencido. En ese campo de fuerzas, las palabras se imantan unas a otras, se contagian sonidos y sentidos, despojadas del yugo del uso caen dentro de un líquido espeso, fusionando sus valencias, libradas a un albedrío que no reconoce direcciones o normas. Al pasar por el proceso alquímico elementos opacos adquieren un brillo suntuoso, se erotizan integrados a una cosmogonía personal e intransferible.

El mundo real queda reducido a una mínima cifra, a fuerza de demoliciones, quemazones y podas que dejan espacio para germinaciones espléndidas.

A la impresión de la mirada, Calveyra agrega una emulsión particular que revela dimensiones ocultas de las cosas, como si un rayo fulminase las costuras de la realidad hasta deshacer las imposturas de la costumbre.

Esa pérdida de la ilación lógica, esa subversión del relato convencional, fomenta un discurso poético multifónico. El jinete ha perdido las riendas de su caballo, quedando librado a un impulso desconocido. Desbocado y a la intemperie, con la lengua del revés, Calveyra nos enseña alfabetos nuevos.

La poesía de Calveyra es un fluido continuo que abre canales y hendiduras en el rutinario devenir de lo posible. “Pidamos lo imposible” pregona el dicente de los textos de Calveyra, armando el chasis de esos párrafos, esas pequeñas comarcas relucientes, que caen como las piezas de un tetris imposible de controlar.

En las novísimas generaciones, la poesía de Calveyra ha impactado en forma singular, a partir de la sostenida publicación de sus libros en los últimos años. En 2012, Adriana Hidalgo publicó Poesía reunida, lo que posibilitó apreciar en su cabal dimensión la magnitud de su trabajo. Dos poetas del siglo XXI nos ofrecieron sus opiniones sobre Calveyra.

Leandro Gabilondo, autor de Retiro y Kerosene de lo posible, no oculta su admiración por Calveyra: “En mi casa, sus obras completas están a mano, en el escritorio, en la mesita de luz o en el mueble de la cocina. Si pasan algunos días y no los releo siento que me falta algo. Su poesía tiene un color diferente. Es maravilloso como, a pesar de vivir casi toda su vida en París, su infancia en Entre Ríos sigue siendo parte del futuro. Hay una especie de adn Juanele que lo acompaña, pero nunca se le parece. Sus poemas tienen olor a correntada, a yuyal, a siesta hirviendo. Eso como lector te perturba de una manera bellísima, porque de un modo u otro, en su anarquía existe un eje invisible que une todas las orillas”.

Damián Lamanna Guiñazú, que coordina el ciclo “Poesía en la terraza” y hace poco publicó el poemario Propiedad horizontal, afirma que Calveyra “le vuela la cabeza” puesto que es “una potencia que se despliega en el mismo acto de la lectura”. Lamanna Guiñazú sostiene que Calveyra es “un poeta de los rituales” y que “no se lee en cualquier momento, requiere encontrar un espacio donde su obra se despliegue, para abrir las ventanas y dejar que la luz y las imágenes inasibles empiecen a funcionar. Supongo que entre sus palabras está el camino hacia lo sagrado de nuestras vidas. Un arrullo violento que resuena y que vuelve sus textos un polo de sensualidad y magnetismo”.

Nadie lo describió mejor que la poeta italiana Cristina Campo: “Arnaldo mete miedo; transforma en alegría todo lo que toca”.


Jornadas Calveyra

Durante dos días, la editorial Adriana Hidalgo, con el apoyo del Ministerio de Cultura de la Nación, programa una serie de encuentros para leer y recorrer la obra de Arnaldo Calveyra.

Entre las actividades programadas se destacan la presentación de Diario francés –que aquí adelantamos–, a cargo de Pablo Gianera, el miércoles 21, a las 19 en el Auditorio Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415); y una mesa redonda de la que participarán Osvaldo Aguirre, Fabián Lebenglik, Leonardo Sabbatella y Eduardo Stupía, bajo la coordinación de Silvina Friera, el jueves 22, a las 19, en el Auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), donde también se hará el cierre de las jornadas con una lectura de los poetas Arturo Carrera y Daniel Saimolovich, y un concierto de piano de Victoria Gianera.


La vida es de pronto caminata

Reportaje por la Radio-Televisión Francesa para oyentes de América Latina. Preguntas de María del Huerto Barletta.

Pregunta: ¿Ha encontrado usted esa atmósfera poética de París?

Es decir, hace un año y medio que estoy aquí con algunas interrupciones para vivir en el interior de Francia. Le hago esta salvedad porque las impresiones son tan cambiantes que uno corre peligro de caer en punto muerto si quiere apurarse a contestar. Además, salir una vez de París y volver a él da nuevas noticias. Ahora que me paseo en “propietario”, caigo en la cuenta de que ha sido bastante leve conmigo, el hecho de no mostrárseme de golpe. No es que yo no tuviera conciencia del rompecabezas; pero tener conciencia del rompecabezas me permitió demorarme lo bastante en cada una de sus piezas como para no ahogarme en la urgente (imposible) solución. Todavía no sé si yo he llegado a saber de la figura completa puesto que hay una figura para cada uno y que los cambios propios no le son absolutamente extraños. Porque aquí uno tiene que estar permanentemente diciendo adiós en los andenes de uno, existe esta despersonalización, esta entrada en humildad, este deshacer, rehacer, deshacer, marea tan matemática que uno estaría tentado de mirarse en los relojes. Pero de una manera tal que no hay saltos, ahora lo veo, después de un año. Como el niño que se pasea por un bosque y cree poseerlo, y se lo dice, y canta que lo posee, cuando lo cierto es que está extraviado, perdido. Saber, el primer día, la primera mañana, que París no tiene ninguna necesidad de uno, y olvidarlo enseguida.

Entonces, se camina; la vida es de pronto caminata, balcón, gente viviendo. Sí, ahora que usted me incita al recuento, me da un poco de vértigo, que la ciudad me ahorró al no ser simultánea. El encuentro con el nivel del mundo, todas las hablas y las caras de la tierra llegando aquí creo que para lo mismo que yo: para comprobar que si de algo no nos tendríamos que quejar es de un enorme vacío alrededor de nosotros. En veinte días de travesía he venido acercando mis treinta años a la plaza del mundo. He dejado la mía provinciana, la mía que se da tan bien ahora con ésta, mayor, para dar la vuelta del perro con esas caras, con estas miradas marrones, azules, negras. Pasearme en el mismo epicentro con esta confianza que merece ser estrenada cada mañana: de que blancos, negros, amarillos, gentiles, creyentes, podemos llegar por el diálogo a ser más hombres y tratar así de desalojar la caverna (…)

Mis experiencias que yo considero particularmente son aquellas que sé que podré comunicar a mis amigos, sean de la ciudad, sean de mi pueblo de Mansilla. Es un poco como cuando iba al circo sin mis padres ni mis hermanos: estaba triste porque ellos no estaban ahí mirando, como yo, esas hermosuras. Es un poco eso, hay de eso; creo que lo menos que se puede hacer, después de una experiencia así, es poder comunicarla al grupo humano al que uno pertenece, y tratar de que sea válida para los unos y los otros.


*Fragmento de Diario francés (Adriana Hidalgo, 2017).