Junio comenzó como el mes de la fantasía consumada del tahúr: el artista italiano Salvatore Garau subastó y vendió en 15.000 euros una estatua titulada Io Sono (Yo soy). A través de la galería Art-Rite de Milán, el comprador recibió un certificado de garantía, sellado y firmado por el artista. Nada más, porque Io Sono es una obra inmaterial, no existe, es la nada misma definida por la oportunidad de enunciarla. ¿Arte conceptual? Más bien una humorada que involucra la advertencia “cuidado con el piano”… Pero el objeto simbólico por caer sobre el interlocutor va más allá del Arte Digital y las criptomonedas con su contaminación en ascenso, se trata de la tecnología obsoleta, el objeto que permite lo virtual y perimió para su uso. Basura tecnológica.
En las antípodas del vacío que se subasta, y con una propuesta estética (también política), se erigió una estatua, o tótem, de considerable tamaño en una playa de Cornualles, en el extremo suroeste de la isla de Gran Bretaña, zona cercana a donde se realiza la reunión del G7 de la que participan los mandatarios de las mayores potencias de Occidente.
Mount Recyclemore, la escultura en cuestión, emula al gigante de piedra norteamericano Monumento Nacional Monte Rushmore (con las cabezas de Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln), ubicado en Dakota del Sur. En vez de piedra, y en menor escala, los materiales utilizados para la realización es basura tecnológica, todo tipo de computadoras y periféricos desmembrados, vueltos a ensamblar, pero representando las cabezas de Angela Merkel, Boris Johnson, Joe Biden que, junto a la de los otros participantes de la reunión cumbre, lucen ideales para desfilar en una carroza del carnaval de Río de Janeiro.
Esta instalación es resultado del trabajo de los artistas británicos Joe Rush (quien colaboró con Damien Hirst, Bansky y Vivienne Westwood) y Alex Wreckage, con el apoyo de una empresa de reciclado para el uso “sustentable” de artefactos electrónicos fuera de uso. Tal emprendimiento realizó encuestas en Reino Unido de las que surge la poca conciencia de la población por el desperdicio tóxico que genera la tecnología. Y, si la ONU estima que la basura anual de este rubro es de 53 millones de toneladas, estima que a los países del G7 les corresponde de las mismas los siguientes millones de toneladas: EE. UU., 6,9; Japón, 2,6; Alemania, 1,6 y Reino Unido 1,6.
El último libro publicado por Pieter Hugo, fotógrafo sudafricano nacido en 1976, es La Cucaracha (Barcelona, Editorial RM, 2019), y el mismo cuenta con ensayos de Mario Bellatin y Ashraf Jamal. Con más de 15 libros publicados, 20 muestras individuales y el triple en colectivas, Hugo es un artista post apartheid de trascendencia internacional, en su obra retrata la marginación y los seres sin poder. Hace ya diez años trabajó sobre esta cuestión de la basura tecnológica (contracara de la “transferencia tecnológica”), fotografiando Agbogbloshie, un basurero a cielo abierto en Ghana. Al trabajo lo tituló Permanent Error y puede apreciarse en pieterhugo.com. Africanos en harapos hurgan separando metales para la reventa, viven a la intemperie, ellos también descartados. Al respecto escribió: “Es aquí donde los circuitos, transistores, condensadores y semiconductores se reducen a sus metales base. Hay que admitir algo maravillosamente alquímico sucediendo allí: estos dispositivos, que son el pináculo del logro cultural, se transforman de nuevo en sus elementos básicos. Por supuesto, esta es la lectura comprensiva de un artista. El ecologista político Paul Robbins ha descrito el vertedero como ‘un motor extraño que mantiene un sistema mundial de sobreproducción que se reproduce a sí mismo’. Creo que es justo decir que Agbogbloshie es un monumento oscuro y sucio a la era digital, a nuestra fe en la tecnología y su obsolescencia incorporada. Esta idea de excedente y desperdicio, que es clave para nuestra experiencia digital, no es con la que muchas personas se sientan cómodas al abordarla.”
A diferencia de los artistas británicos, Pieter Hugo se instaló en el mismísimo centro de la degradación, y agrega: “La obra se produjo durante dos viajes de dos semanas cada uno. Es el tiempo en el que puedo mantener mi vista fresca. Después de eso, te acostumbras demasiado a un lugar. Fue algo que percibí en Ruanda, lo rápido que uno se insensibiliza y aclimata a situaciones completamente inaceptables, cómo la mente es capaz de esto.”
Y vale subrayar que la basura electrónica llegó a Ghana en barcos, desde Europa y otros países, el mismo transporte que utilizaron los traficantes de esclavos transatlánticos.