En julio de 1962, Diana Kotchoubey de Beauharnais viajó por unos días a Inglaterra dejando a su esposo, Georges Bataille (1897-1962), a solas en su departamento de París, aparentemente intentando escribir un guión para una potencial película basada en su primera novela, Historia del ojo, de 1928. No volvió a verlo con vida. En la noche del 7 de julio, luego de una cena con Jacques Pimpaneau y otros amigos, el escritor, cansado, se retiró a dormir y durante su sueño entró en coma. Lo llevaron al hospital, pero falleció a la mañana siguiente.
Entre muchos diarios y borradores se encontró un manuscrito de más de noventa folios titulado Mi madre, como tercera parte de un proyecto inconcluso de cuatro relatos iniciado con Madame Edwarda en 1937. El manuscrito estaba corregido y listo para ir a imprenta pero, según el editor Jean-Jacques Pauvert, los últimos textos eran tan confusos y con tantas versiones de un mismo fragmento que para la edición póstuma se tuvieron que resumir las páginas menos legibles.
El cerebro de este pensador de paradojas había empezado a dar signos de deterioro en la misma década en la que comenzaba a ser reconocido y a publicar sus libros más célebres, entre ellos El erotismo (1957). Además del avance de la sífilis contraída unos años antes, a principios de los 50 comenzó a sufrir síntomas de lo que sería diagnosticado como arteriosclerosis cerebral, un endurecimiento y progresivo cierre de las arterias que, al disminuir la irrigación al cerebro, induce la muerte de neuronas y por lo tanto la pérdida de diversas funciones, memoria y visión reducidas, confusión, incapacidad de concentrarse y dolores de cabeza, entre algunos ataques cerebrales asintomáticos. Internado varias veces, fue tratado con un anticoagulante, heparina intravenosa, que sin embargo, no ayudó a mejorar su salud.
Pese a todo, se las arregló para continuar trabajando de bibliotecario y escribiendo, aunque cada vez con mayor dificultad. “Mi mente todavía funciona, pero hay algunas costuras que quedaron flojas”, decía durante el tiempo en el que terminó a duras penas Las lágrimas de Eros (1961). Según Joseph-Marie Lo Duca, cada hoja de este manuscrito era pasada en limpio inmediatamente por una dactilógrafa, ya que el autor olvidaba a menudo lo que acababa de escribir. Además, con su sueldo no llegaba a fin de mes. En marzo de ese mismo año sus amigos organizaron una subasta de cuadros y varios objetos de arte donados por Picasso, Miró, Giacometti, Michaux, Masson, Max Ernst, Hans Arp y otros, con tal éxito que pudieron comprarle un departamento en la rue de Saint-Sulpice, en París. Bataille tuvo que solicitar y esperar el traslado de su empleo de la biblioteca de Orleans a la Biblioteca Nacional y logró mudarse un año más tarde. Apenas llegó a habitar cuatro meses en su nueva residencia, pero sus neuronas sobrevivientes dieron batalla hasta el último aliento: marcado por su apellido, Bataille escribió, literalmente, hasta caerse muerto.
Mi madre, publicado en 1966, es un angustiado canto al incesto, ese tabú universal que llevó a la humanidad a observar límites opuestos a la libertad animal. Según Bataille, la apertura del erotismo hacia lo ilimitado conduce a “ese brillo y a ese vértigo” que irrumpe en el abandono extremo y excesivo de la vida cuando ésta se pone en “contacto glacial con su contrario”. Como en toda su obra, en esta novela también se despliega la “dulzura de la angustia”, la relación entre muerte y sexualidad y el relato de las mayores transgresiones con una solapada risa trágica, una risa definitiva ante lo más sagrado o terrorífico. Pero al contrario de su primera novela, nadie parece divertirse mucho en las peripecias de Mi madre. Los personajes que yacen enclaustrados en su delirio erótico, en la cama durante varios días, parecen desdichados, casi no tienen fuerzas para sonreír, apenas duermen y sus ojeras destacan miradas de extraviados, como si cada tanto regresaran del más allá.
Luego de la muerte del padre, la madre un día se quita las ropas frente a su hijo, que también está desnudo. Se acuestan. Ella le pide a él que meta la lengua en su boca y luego que la penetre con su sexo “mojado de rabia”. Ambos saben que ésa será la primera y única vez: el hijo ya no verá nunca a más a esa madre que ama hasta la veneración. Ella ha decidido morir, pero antes quiere zozobrar junto al hijo en una abolición de límites que los dos desean desde hace tiempo, ese ilícito que los hará perderse en la desmesura, la demencia del amor. La escena final queda librada a la imaginación de cada lector, o quizá el autor no pudo terminarla antes del colapso de su cerebro. Para alguien que siempre intentó mirar a la muerte de frente, aun sabiendo que eso es tan doloroso e insoportable como mirar fijo al sol, la entrada en el coma y su dulce resbalar a la inconsciencia durante el sueño puede ser visto como un paradójico regalo de la vida. Después de tanta angustia y sufrimiento, allí queda aislado uno de los epígrafes más significativos de Mi madre: “La risa es más divina y aún más inaprehensible que las lágrimas”.