CULTURA
Cyberpunk

Bienvenidos al infierno

Subgénero de la literatura apocalíptica, el cyberpunk es una de las categorías que mejor definen nuestra época, entre ucronías, pandemias y futuros sin esperanza. De William Gibson a Martín Caparrós, se trata acaso del único evangelio al alcance de nuestras fantasías. Pasen y lean.

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Subgénero de la ciencia ficción, el cyberpunk consituye una de las categorías que mejor definen nuestra época. | pablo temes

Que la ciencia ficción está ocupando un lugar cada vez más destacado en la producción literaria de nuestro país –y del mundo, en buena medida–, no es ninguna novedad. Desde hace un tiempo, las obras que de un modo u otro se inscriben en el género no dejan de multiplicarse; aunque desde el punto de vista editorial todavía persisten viejos y anacrónicos pruritos. Uno observa el paratexto de la última novela de Schweblin, por ejemplo —nos referimos a Kentukis (2018)—, y en ningún lado se dice que se trata de una historia de ciencia ficción. También pasa esto con Sinfín (2020), de Caparrós; con Cataratas (2015), de Hernán Vanoli —a la que se etiqueta en cambio como “una novela de aventuras”—; y con tantos otros libros. Por algún motivo —y a esta altura vaya uno a saber cuál—, la industria editorial aún considera cauto no invocar ese sintagma, y esta reticencia incluso se extiende a muchos autores. En cierto modo, es como si la new wave no hubiera existido. Como si no hubiéramos tenido un Philip Dick, un Ballard, o un William Gibson, suelen afirmar algunos lectores del género. Aunque también hay otros que aventuran otra tesis: quizás el mundo se ha vuelto indistinguible de la ciencia ficción, en el sentido de que reproduce muchos de sus viejos imaginarios, dicen —además de que hoy casi todos tenemos la sensación de estar viviendo una distopía–, y por eso la etiqueta adolece de redundancia. 

Quizás haya algo de verdad en ambas opiniones. Probablemente todavía existan los prejuicios y, al mismo tiempo, también es casi indiscutible que ya estamos viviendo en el futuro. Una cosa no excluye a la otra. 

Lo paradójico, en todo caso, es que una porción significativa de la ciencia ficción que estamos leyendo no se desarrolla en escenarios prospectivos. Las historias muchas veces transcurren en el pasado —y de ahí el auge del steampunk o de la ucronía—, o en presentes paralelos o alternativos, y esta tendencia tal vez tenga que ver con lo que ya veía Stanislav Lem en los sesenta, eso de que los cambios tecnológicos se están volviendo tan vertiginosos que se hace imposible anticipar lo que puede venir; o quizás con lo que planteaba Fredic Jameson en Arqueologías del futuro (2005), eso de que la función de la ciencia ficción no es anticipar nada, sino dramatizar, una y otra vez, nuestra incapacidad de imaginar el futuro, tesis que explicaría también por qué cuando el género mira hacia adelante lo hace en clave apocalíptica, post-apocalíptica, o en todo caso a partir de la estética del cyberpunk, que es un subgénero que nació en la década del ochenta y que aún en la actualidad nos sigue permitiendo explorar algunos de nuestros mayores temores. 

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Por supuesto, hoy no vivimos en ciudades como la de Blade Runner, con todas esas luces de neón; ni tampoco nos convertimos en cyborgs. Es cierto. 

Sin embargo, hay motivos y elementos del cyberpunk que tienen una vigencia desoladora. Uno de ellos —tal vez el que mejor caracteriza este movimiento—, es la fórmula del low life high tech, que podríamos traducir como la combinación de una alta tecnología con un bajísimo nivel de vida. Otro es el lugar que ocupan las corporaciones en el entramado social. Usualmente, en los mundos ficcionales de este subgénero las empresas detentan un poder tan absoluto que a veces hasta cuentan con ejércitos privados, mientras que los Estados en general aparecen reducidos a su mínima expresión. Al menos así pasa en los autores anglosajones. En los latinos —ahora lo veremos— suele darse otra ecuación. 

Por otra parte —y este es otro de los tópicos que tiene una clara actualidad—, en muchos casos la acción transcurre en el “ciberespacio”, palabra que, justamente, nació en la obra del escritor William Gibson, en cuya novela Neuromante (1984), y también en relatos anteriores, introduce un tipo de personaje que va a ser muy frecuente en este tipo de literatura: el ciber-cowboy, o “vaquero de la consola”, que sería algo así como un hacker. En general, se trata de un antihéroe al estilo de los del hard boiled o noir, que sólo puede disfrutar si está inmerso en la tecnología —Pablo Capanna dixit—, y más precisamente en ese espacio virtual al que Gibson llamó matriz y definió como “una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores en todas las naciones”, concepto que, por cierto, inspiró a muchas obras del cine y de la literatura —el clásico Matrix (1999), entre tantas— y que se anticipó por varios años a eso que hoy conocemos como Internet; aunque el propio Gibson lo niegue.  

En definitiva, y recapitulando, podemos decir que si el cyberpunk es una de las variantes de la ciencia ficción que tiene más vigencia se debe a que se trata de un subgénero que capta muy bien nuestro zeitgeist, en el sentido de que nos permite poner en la centralidad varios de los temas que más nos preocupan y que en el realismo, a lo sumo, aparecen como mero telón de fondo: la precarización de la vida que inauguran algunos dispositivos tecnológicos, la omnipotencia de las megacorporaciones, la ubicuidad de la tecnología, el uso de la Big Data como instrumento de dominación, o nuestra relación con los espacios virtuales. He ahí una de las claves de la prosperidad de este movimiento (o subgénero, o estética, o lo que sea: no vamos a abordar aquí esa quaestio), a la que también podríamos sumar la perspectiva fuertemente distópica y pesimista respecto del futuro. 

Ahora bien, en cuanto al plano local, hay que decir que el cyberpunk ha encontrado un terreno fértil desde el principio y, en este sentido, el escritor Michel Nieva esboza una hipótesis temeraria. En Tecnología y Barbarie (Santiago Arcos editor, 2020), afirma que hay varios motivos de este subgénero que, de distintos modos, recorren a la literatura argentina desde el principio. Uno de ellos es la idea de la tecnología como degradación de la vida, o como punto de fricción entre civilización y barbarie. Otro es el tema de la distopía, “expresado en la descripción geográfica de la pampa como un ´desierto´, una vasta llanura post-apocalíptica en la que no hay nada ni nadie (…)”; y otro es el del androide, “expresado en las figuras del ´indio´, de la ´india´, del ´gaucho´ y de la ´china´, criaturas que valen menos que un humano, y cuyo asesinato no constituye un homicidio”, dice. 

Desde luego, uno le podría objetar a Nieva varias cosas, entre ellas que lo post-apocalíptico no se relaciona necesariamente con el cyberpunk, o que la tecnología —la tecnología como degradación— no siempre ha estado en el centro de la escena literaria —dentro del siglo XX basta pensar en autores como Saer o Cortázar—; pero, con todo, hay que decir que su hipótesis es sugerente, original, y tal vez merece que la discutamos más a fondo en otra ocasión. 

Lo que aquí sí podemos afirmar con alguna certeza es que una de las primeras obras que sin duda puede inscribirse en esta corriente es el relato “Primera línea” (1982), con el que el escritor Carlos Gardini ganó en 1982 el premio Círculo de Lectores, cuyo jurado estaba compuesto por Borges y José Donoso, entre otros. La acción transcurre en un lugar que, aunque Gardini no lo dice, podría corresponderse con las Islas Malvinas y, en ese sentido, el relato se puede leer como la primera representación de esta guerra (la novela Los Pichiciegos, de Fogwill, es apenas posterior). El protagonista, Cáceres, es un soldado que quedó mutilado luego de una batalla y que acepta formar parte de un programa militar de índole biopolítica que se encarga de volver reutilizables a los combatientes que están en esa condición por medio de un procedimiento que consiste en dotarlos de un equipo mecánico e incorporarles distintas prótesis. Así, el personaje se convierte, al igual que muchos otros en el cyberpunk, en un desgraciado con aditamentos cibernéticos. Un cyborg al servicio de un aparato estatal que primero lo deshumaniza y, un poco después, para evitar eventuales “injurias”, lo esconde para que no se advierta esa deshumanización, tal como hicieron con los conscriptos desnutridos —y deshumanizados, también— que regresaron a Campo de Mayo un poco después de este cuento profético de Gardini donde quien convierte a Cáceres en una máquina de guerra no es por cierto una megacorporación, sino el ejército de su propio país. Lo remarcamos porque en este desplazamiento reside una clave importante para entender cómo funciona el cyberpunk en estas latitudes. 

En el prólogo de la novela Habana Undergüater (Indómita Luz, 2021), del autor cubano Erik J. Mota, el periodista Marcelo Acevedo y el escritor Juan Mattio escriben que “el ciberpunk latinoamericano no concibe la idea de un mundo completamente gobernado por corporaciones sin injerencia de los Gobiernos de turno, idea tan extendida en el subgénero escrito en otras latitudes del mundo, sobre todo en Norteamerica e Inglaterra. En nuestro ciberpunk persisten los fantasmas de las dictaduras, el imperialismo invasor, los desaparecidos y el desprecio por el pueblo de aquellos gobiernos corruptos, entreguistas y represivos que sufrimos a través de nuestra historia”. 

Algo de esto pasa, por ejemplo, en la última novela cyberpunk de Caparrós, Sinfin (2020), donde los Estados-nación logran recuperar algo de su poder mediante un tecnología que promete una forma de inmortalidad; en Materiales para una pesadilla (2021), donde el propio Mattio conecta el tema de las inteligencias artificiales con los horrores de la dictadura; o en esa joya poco conocida que se llama Guerrilleros (una salida al mar para Bolivia) (1993), donde Rubén Mira reescribe los diarios del Che en clave burroghiana, desde el delirio, y en cuya trama intervienen principamente tres actores de poder: dos multinacionales —“Bonzai Animales” y “Fantasías Entrañables”— y el gobierno boliviano. 

En cuanto a Habana Undergüater, se trata de una novela que, además, y como señalan Acevedo y Mattio en otro pasaje del prólogo, incorpora un elemento que es frecuente en los escritores latinoamericanos que incursionan en este subgénero: la magia. “En la novela de Mota —dicen—, hay deidades afrocaribeñas que moran en la red, los cultos religiosos tienen a su disposición ejércitos privados y pandillas en las calles, e incluso hay empresas multinacionales que se desprenden de alguna religión”. 

Grosso modo, digamos que la historia parte de una ucronía: el autor imagina un mundo donde los rusos ganaron la Guerra Fría y se trasladaron al espacio, desde donde controlan todo. Una diégesis en la que son los ciudadanos de Miami, no los cubanos, los que cruzan el Estrecho de Florida, a pesar de que La Habana sigue siendo una ciudad fuertemente distópica que, luego de un ciclón, quedó dividida en dos partes: hacía el norte, los barrios autónomos donde FULHA —el aparato represivo del gobierno— “sólo intervenía para asuntos de Estado”; y hacia el sur, “la verdadera Habana autónoma, regida por las leyes del código urbano”, explica el narrador; aunque una buena parte de la intriga —de acción trepidante, por cierto, muy al estilo del pulp— no transcurre sólo en esos escenarios, sino también en la Red Global: un ciberespacio donde conviven hackers, inteligencias artificiales y entidades orishas que, como dice en algún momento una IA, nacieron “espontáneamente en la Red por la fe y los rezos de un montón de hackers que creían en milagros africanos”. 

La novela, que nunca se publicó en Cuba por motivos políticos, da cuenta de que el movimiento cyberpunk, no sólo no murió, como sugería Pablo Capanna en Ciencia ficción, utopía y mercado (2007), sino que está más vivo que nunca, e incluso tal vez sea el subgénero más propicio para explorar una realidad latinoamericana que ya no sólo es mágica, como decía otro escritor cubano, Alejo Carpentier, y ya no sólo es pobre: desde hace un tiempo se trata —en palabras de Mota— de una miseria con algún desarrollo, o sea: somos pobres, pero ahora tenemos celulares o iPods, y un confortante ciberespacio en el cual alienarnos, y hasta espectacularizar nuestra alienación.

 

El cyberpunk en el cine

Marcelo Acevedo*

Si cuando pensamos en literatura cyberpunk el primer nombre que se nos viene a la mente es William Gibson, cuando hablamos de cine cyberpunk ese lugar también debería ocuparlo –aunque a priori suene contradictorio– un escritor: Philip K. Dick. Blade Runner (1982), película que impuso la estética y varias de las temáticas recurrentes del subgénero, está basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Dick. Total Recall (1990), una de las dos obras maestras cyberpunk del director Paul Verhoven –la otra se titula Robocop (1990)–, toma su inspiración del cuento Podemos recordarlo todo por usted, escrito por Philip Dick en 1966. La película Minority Report (2002) es el primer acercamiento de Spielberg al neo-noir, y está basada en un relato de Dick llamado El informe de la minoría (1956). 

Los universos ficcionales de estos films –y los de casi todo el cine cyberpunk– transcurren en el contexto del capitalismo tardío, entre vigilancia y control estatal excesivos, megacorporaciones poderosas, tecnología invasiva y prótesis digitales, ciudades superpobladas donde predomina la estética de luces de neón y el barroco digital, androides, cyborgs  y poshumanos. Estos relatos de ciencia ficción noir oscilan entre la crítica al sistema y la sumisión al realismo capitalista: si alguna vez las películas distópicas supieron imaginar alternativas, el cyberpunk dejó de lado ese optimismo para aceptar lo que Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”. Los protagonistas –antihéroes paranoicos con conflictos de identidad– simplemente aceptan este mundo y no intentan cambiarlo, sólo (sobre)vivir en su entorno. 

Pero también existe cine cyberpunk de alto nivel más allá de la influencia de Philip Dick. Podemos encontrar grandes películas de estilo hollywoodense como The Matrix (1999), Strange Days (1995), Blade Runner 2049 (2017), Dredd (2012), o genialidades  del cine clase B y de explotación como Hardware (1990), Nemesis (1993), o el cyberpunk al estilo body horror de Tetsuo: The Iron Man (1989), una joya demencial y de culto filmada en 16 mm blanco y negro.  

Quizá la animación japonesa sea la que mejor provecho las virtudes del cyberpunk, dejando largometrajes memorables como Akira (1988), Ghost in the Shell (1995) –las películas más emblemáticas del subgénero después de Blade Runner–, Metropolis (2001) o Blame! (2017), y series de alto vuelo como Psycho-Pass (2012), Ergo Proxy (2006), o Serial Experiments Lain (1998).

En cuanto a nuestro país, hubo al menos dos intentos –fallidos ambos– de acercamiento desde lo audiovisual a la estética y los temas del cyberpunk: la película La parte ausente (2015), con una atmósfera claramente inspirada en Blade Runner; y Cybersix (1995), adaptación al formato televisivo del comic de los argentinos Trillo y Meglia, una serie arriesgada para los estándares de la televisión argentina de los 90, con una estética estilo comic que mezcla fantasía retrofuturista con retazos cyberpunk como la ingeniería genética, los clones y las ciudades alucinadas. Fue cancelada luego de 8 episodios y plagiada descaradamente por James Cameron en la serie Dark Angel (2000). 

 

*El autor es periodista y crítico de cine. Su último libro es Ruta al infierno, la saga de Mad Max.