Carlos nos pasa a buscar por la terminal de ómnibus de Corrientes. Apenas bajamos del micro, la humedad y el calor nos abrazan. 36 grados aunque apenas ayer arrancó septiembre. La terminal es sucia, fea. Lo vamos a terminar de comprobar cuando peguemos la vuelta y no encontremos un bar ni un lugar donde refrescar la espera. Pero recién llegamos y pese al calor a mí estar en Corrientes ya me pone contenta porque sí.
Alejandra llegó de Buenos Aires hace unas horas, ya son como viejos conocidos con Carlos porque se charlaron todo mientras nos esperaban a Julián y a mí que venimos de Rafaela. Charlaron, matearon, comieron chipá de mandioca y de harina de maíz: Carlos nos señala la diferencia en los dos pedazos que quedan en la bolsa. El color y que uno tiene queso y el otro no. ¿Por qué le dirán chipá al que no tiene queso?, pienso pero no pregunto. Más tarde escucharé que a lo que yo llamaría torta frita acá le dicen chipá cuerito.
Subimos a la camioneta, al microclima del aire acondicionado. Vamos a Caa Catí, a 130 kilómetros de la capital.
A medida que avanzamos en la ruta los campos se van convirtiendo en esteros, las garzas se hunden en eso que parece pasto pero es yuyo de agua, camalotales, repollitos. La palmera caranday también hunde su pata larga en el terreno anegado. Le pregunto a Carlos si son carandayes y él me corrige la pronunciación: no es caranday, la i griega estirada y plena como la digo yo, con toda la boca, sino gutural, impronunciable. Está nublado. El cielo gris se precipita sobre nosotros, las nubes tienen la forma de la panza de un gato peludo. ¿Irá a llover? Carlos dice que no porque hay viento norte. Mientras maneja nos cuenta de la última inundación, hace apenas unos meses, dos o tres. El tendal de vacas muertas al costado de la ruta. Las familias de ganaderos chicos malvendiendo la hacienda antes de que se les ahogara. El Estado llegando tarde, como siempre. ¿Qué hicieron con los cuerpos?, preguntamos. Carlos no sabe. Tal vez los quemaron o los dejaron pudriéndose, estancados como enormes globos de cuero, las partes blandas comidas por los pájaros.
Caa Catí es un pueblo precioso. Todavía conserva las casas de galería: casas alargadas de adobe, con galería abierta hacia la calle, un lugar intermedio entre el espacio público y el espacio privado, donde la gente se sienta a tomar el fresco, a beber tereré o porrón, según la hora y las ganas. Estas casas no tienen jardines ni se ven plantas. Las más nuevas sí: árboles que hacen de macetero a marañas de orquídeas florecidas, raras como animales, moteadas como la lengua de un enfermo; hermosas. Orquídeas, azucenas rojas, enredaderas con flores anaranjadas o azules, pasionarias agarradas de todas partes. Otra flor rara. Rarísima. Mburucuyá, el nombre más dulce para la flor más extravagante.
La Feria del Libro, a eso vinimos, es pequeña pero concurrida. Cuando baja un poco el calor, a eso de las siete de la tarde, los vecinos y las vecinas empiezan a ocupar las sillas que se desparraman en el jardín de la biblioteca. Todos empilchados y bien dispuestos. La gente escucha, aplaude, se entusiasma. Una de las charlas es sobre la historia del chamamé. Hay tres chamameceros jóvenes en escena: dos muchachos y una chica con una voz hermosa: Florencia, la reina del chamamé. Mientras ellos tocan y cantan, el viento cambia de norte a este, una brisa ligeramente más fresca mueve las hojas de los árboles y el pelo de las mujeres. Mientras la reina del chamamé canta, los corazones se van inflamando, el sapucay sale solo, mismo de las entrañas.