En la casa de mi suegro nacieron perritos. Nos mandan videos con el seguimiento del parto que dura por los menos dos o tres horas. La Blackie es una cuzca negra, retacona, no entiendo cómo caben ocho cachorros en ese cuerpito. Un par de semanas antes nos habían mandado un audio muy simpático de la veterinaria: La paciente Blackie, decía la mujer con acento chaqueño, en su ecografía muestra seis fetos, pero también podría haber uno o dos más.
Mientras la madre primeriza sigue con su labor de parto, el Braun, el padre en cuestión, husmea, quiere saber de qué se trata, mis sobrinas lo espantan. En los primeros videos nacieron ya como cinco, todos negros como su madre. Los cachorros ciegos brillan cubiertos de los líquidos del parto, parecen focas diminutas. Al final nacieron los marrones como su progenitor, dos la viva estampa de su padre y el otro más mezclado.
Pienso que hace añares que no tengo noticia de una perra parturienta cercana. Algo que era tan habitual en mi infancia, en mi propia casa donde la Laika y la Susan se preñaban todos los años. En esa época sólo castrábamos a los gatos machos, era sencillo y lo podía hacer casi cualquiera: se necesitaban dos, en realidad, uno que sostuviera firme al gato y el otro que interviniera con la gillette. Las escenas de perras en celo perseguidas por una decena de machos era común en las calles del barrio; la postal impactante para una niña de dos perros abotonados: no entendía cómo hacían para quedar uno mirando para un lado y el otro para el otro, cómo era que no podían despegarse. O la imagen triste de la perra atada en el fondo, lloriqueando, y todos vigilando que ningún macho se colara por el cerco.
Cuando parió la Laika regalamos todos los cachorros pero nos quedamos con la Susan, una perra de tamaño chico con rulos, muy a tono con las permanentes que se usaban en los años ochenta. Pero nunca nos pudimos quedar con un hijo de ella porque las dos veces que parió se los comió o los enterró vivos. La maternidad no era para la Susan, con su nombre de cantante centroamericana y su pelaje rizado. En cambio la Pitina, la gata negra que siempre paría a los pies de mi cama, no se los comía pero intentaba abandonarlos a cada rato. Todavía tengo muy vivo el recuerdo de despertar a la madrugada, estirar las piernas y sentir la sábana mojada, helada, y en un rincón los cachorros calentitos, moviéndose unos contra otros, buscando el calor de mis pies. A veces la gata escondía a los gatitos, pero no era para protegerlos como suelen hacer los animales, si no para perderlos de vista. Los buscábamos por horas y se los traíamos y la obligábamos a amamantarlos.
La Pitina y la Susan eran una ironía en la casa de mi madre, una de las mujeres más maternales que conozco: las mascotas libertarias manifestándose en contra de la maternidad no deseada.
La Blackie parece contenta con sus cachorros. Siguen llegando videítos que graban mis sobrinas. Las nenas están entusiasmadas con tantos perritos chicos para jugar. Unos días después del nacimiento ya tienen forma animal, los ojos despiertos, las bocas hambrientas.
Hace mucho que no huelo un cachorro, pero ese olor a pelo y leche que tienen es de esos olores primarios, entrañables, que una no se olvida nunca más. El olor a leche de los cachorros humanos no es agradable, es agrio y es de lo más feo que tiene un bebé. Cuando fuimos bebés apenas vomitábamos mi madre nos cambiaba toda la ropa porque no soportaba ese “olor a leche cuajada”.