CULTURA
Apuntes en viaje

Camiones

Primero no quise aceptarlo, pensaba en los miles de kilómetros que le quedaban por recorrer antes de volver a Brasil y que los haría sin la voz de su ídolo vibrando en la cabina.

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Camiones. | marta toledo

A los dieciocho, diecinueve años, mis amigas y yo nos subíamos a esos tremendos Scania brasileños que atravesaban la provincia llevando su carga a distintos puntos del país. Más que subir había que treparse, de tan altos. Los choferes en general eran hombres jóvenes y usaban grandes lentes espejados donde nos veíamos las caras deformes cuando abríamos la puerta y desde arriba el conductor preguntaba en portuñol hasta dónde viajábamos. Las cabinas de los camiones ultramodernos casi siempre estaban llenas de humo de los incontables cigarrillos diarios que fumaban para matar el tiempo solitario en la ruta que no se terminaba nunca. Muchas veces ellos tenían olor a alcohol. Alguna vez uno paró en un bar al costado del camino y con mi amiga lo vimos tomando cerveza con otros camioneros durante una hora larga hasta que nos cansamos de esperarlo y regresamos a la ruta, a hacer dedo de nuevo. Atrás de los asientos estaba el dormitorio, separado por una cortinita. Alguna vez alguno me pareció más simpático o más atractivo que los otros y viajé los doscientos kilómetros con una tensa perturbación en la nuca, como si tuviera ojos ahí y pudiera espiar por la cortina la cama revuelta, con olor a desodorante de varón.

Otra vez uno me habló de Raúl Seixas, el padre del rock brasilero. No recuerdo la conversación, pero empezamos hablando de Sumo. Quizá yo tenía puesta esa remera vieja que le había robado a mi hermano: la estampa ya medio borrada con la cara de Luca y la palabra Sumo escrita en letras rojas, en vertical. Puso un casette y lo escuchamos de los dos lados. Me gustó y cuando frenó para que me bajara, hizo saltar el casette, lo puso en la caja y me lo regaló. Era un casette grabado. Primero no quise aceptarlo, pensaba en los miles de kilómetros que le quedaban por recorrer antes de volver a Brasil y que los haría sin la voz de su ídolo vibrando en la cabina. Pero él insistió como hacemos con la música o los libros que nos gustan, una especie de evangelización de hormiga. Cuando llegué al departamento donde vivía con cinco chicas más, le puse una carátula de papel amarillo y escribí en el lomo el nombre del músico. Lo escuchaba de vez en cuando siempre que estaba sola pues no era la música que escuchaban mis compañeras. El casette de Seixas me siguió por varias mudanzas, creo que incluso llegó a Buenos Aires conmigo.

Hace unos años el Rusi se fue a vivir a San Pablo. Entonces Félix, su hijo, era un bebé; ahora es un chico robusto de cinco años que habla el portugués dulce que hablan los niños, que muchas veces me quedé escuchando embobada en los aeropuertos. Tenemos una videollamada grupal los viernes con otros amigos. A veces leemos lo que estamos escribiendo, a veces solamente charlamos, comemos cada uno frente a su computadora. A veces los que tienen hijos que todavía son muy pequeñitos se van retirando para hacerlos dormir o para dormir ellos mismos, ser padres agota parece, sobre todo en esta larga cuarentena. Un viernes nos quedamos con el Rusi y Félix empezó a cantar en la misma habitación, se lo veía atrás, más lejos. Le pregunté qué cantaba y el Rusi me dijo que una canción de Raúl Seixas: es fanático, agregó. Le conté la historia del camionero y el casette. Me dijo que a las primeras letras de Seixas se las escribió Paulo Cohelo. Los dos eran aficionados a los ovnis, los dos eran jóvenes y hippies, y entre los dos escribieron Sociedade alternativa, una canción libertaria que dice que todos somos estrellas: Viva a sociedade alternativa/ (Todo homem, toda mulher/ É uma estrela.)/ Viva! Viva!

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