En los últimos días en la Biblioteca Nacional se dio algo que ya se venía venir desde hacía un tiempo: la renuncia de Alberto Manguel. El ahora ex director se fue aduciendo problemas de salud; pero, como publicó PERFIL la semana pasada, y a pesar de que por ahora desde el Ministerio de Cultura lo niegan, también existe la posibilidad de que el alejamiento esté motivado por una serie de despidos que se avecinarían, como sostienen algunas fuentes gremiales y personas importantes dentro de la institución.
En cualquier caso, en los últimos meses, y a pesar de un presupuesto que ha quedado muy por debajo de la inflación, hay que decir que la Biblioteca Nacional pudo dar algunas buenas noticias. La primera es la adquisición de la que quizás sea la última gran biblioteca que quedaba en el país: la de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Se trata de unos diecisiete mil libros que ya Horacio González, durante la gestión anterior, había querido comprar, pero nunca pudo llegar a un acuerdo: el precio que pedían los herederos –400 mil dólares– era mucho más de lo que la Biblioteca podía, y puede, pagar.
Por eso en su momento Alberto Manguel entendió que debía buscar otros caminos y al principio de su gestión habilitó un incentivo, que no se venía utilizando, para quienes realicen donaciones a la Biblioteca: la exención de algunos impuestos.
A partir de entonces, los investigadores y directores del Centro Borges, Germán Alvarez y Laura Rosato, con quienes dialogamos, empezaron a dedicarse a una tarea que no parece nada fácil: convencer a empresarios acerca de la importancia de preservar en el país el patrimonio cultural, o más concretamente algo que ni siquiera la legislación argentina considera patrimonio cultural, que es el “patrimonio bibliográfico”, es decir: los archivos, los libros, las cartas o los manuscritos.
El objetivo finalmente lo cumplieron –“no fue tan difícil como pensábamos”, cuenta Germán Alvarez– y la donación se produjo durante el año pasado.
Ahora, hace algunas semanas, se dio a conocer una muestra del material que estaba en la “caja 26”, que es donde el librero Alberto Casares clasificó los libros más valiosos. Entre otras piezas, apareció un número de la revista Anales de Buenos Aires donde hay una versión de “El Zahir” corregida por Borges; un ejemplar de La invención de Morel corregida por Bioy Casares, un dibujo de Silvina Ocampo, otro de Borges, cartas y ejemplares con marginalias que permiten reconstruir el entramado de relaciones entre varias figuras fundamentales de la literatura argentina.
Pero tan interesante como estos materiales es el hecho de que el destino final de esta biblioteca –y ésta es la otra gran noticia– no es el edificio de la calle Agüero, sino la vieja sede de la Biblioteca Nacional en la calle México. Allí donde alguna vez estuvieron Paul Groussac y Borges, y donde desde hace algunos años viene funcionando el Centro Nacional de Música y Danza, y otros organismos. El Ministerio de Cultura empezó a restituirles el edificio desde 2015 y ahora, a partir de agosto, empezarán las obras de remodelación que, se estima, van a durar –“no hay que olvidar que estamos en Argentina”, como dijo Manguel cuando lo anunció– entre 12 y 18 meses. Laura Rosato cuenta que “primero se restituyeron los despachos históricos de dirección y subdirección, y después, durante el año pasado, se concretó la devolución de toda la parte histórica, que incluye la sala de lectura, el vestíbulo, los subsuelos. Eso se restituyó a la Biblioteca Nacional para uso del Centro Borges”, dice.
Pero además de la restitución también habrá una puesta en valor de las salas históricas y una remodelación de las otras salas. Según adelanta Germán Alvarez, en la oficina de dirección, que Borges ocupó entre el 55 y el 73, “lo que queremos hacer es un espacio de escritor, es decir, recrear el lugar donde Borges crea, donde Borges recibe a la prensa, se saca fotografías, donde festeja su cumpleaños, donde recibe a sus amigos. Entonces con los muebles que se llevaron a Agüero, que eran muebles que estaban aquí, vamos a recrear ese lugar como en los años 60, de manera que la gente pueda venir y reecontrarse con el Borges que trabajaba aquí. Recordá que hay muchos lugares borgeanos en Buenos Aires, y de hecho casi toda Buenos Aires es borgeana –se puede ver desde esa visión–, pero hay muy pocos lugares que se puedan visitar por dentro”, dice.
El edificio albergará la colección Borges de la Biblioteca Nacional, que está compuesta principalmente por una serie de libros de su biblioteca personal, que fue dejando en el despacho de dirección, y por lo que consiguió Manguel en estos dos años: un ejemplar de la revista Sur que contiene el cuento “La lotería de Babilonia” corregido por Borges y “La biblioteca de Babel”, que es el único manuscrito de este escritor con el que cuenta la institución. A este material se añade ahora la biblioteca de Bioy Casares, que es otro lugar donde Borges dejó sus huellas.
Pero lo cierto –y de esto también se quejaba Manguel– es que el material más valioso de Borges está en el extranjero. No solo de Borges, en realidad. La mayor parte de los papeles y archivos de nuestros escritores canónicos están fuera del país. Por mencionar solo algunos casos, se puede recordar que Roberto Arlt está en Alemania; Cortázar está desparramado entre Poitiers, Texas y Princeton, donde también están Saer, Pizarnik, Juan Gelman, Néstor Perlongher –la lista es larga– y donde recientemente incorporaron los archivos de Ricardo Piglia.
Por supuesto, este éxodo bibliográfico no se da solo en Argentina. Ocurre también en muchos países latinoamericanos. Hace poco la Universidad de Texas adquirió los archivos de García Márquez, lo que en Colombia suscitó un debate en torno al patrimonio cultural, y Vargas Llosa decidió depositar otra tanda de material suyo en Princeton, universidad que desde la década del 70 viene incorporando archivos de escritores de esta latitudes.
Ante este contexto, no podemos más que preguntarnos cuáles son los motivos de estas “fugas”. Fernando Acosta Rodríguez, encargado de la Firestone Library de Princeton, le dijo a PERFIL –ver recuadro– que muchos de los escritores o herederos que llegan a esa universidad con archivos no creen que en sus países de origen estén las condiciones para preservarlos, y en efecto durante varias épocas en Argentina fue así. Primero por un tema de censura, como ocurrió por ejemplo durante la última dictadura con los archivos de Alejandra Pizarnik, que tuvieron que sacarlos del país porque corrían peligro, y más tarde por la desidia y la falta de profesionalización de aquellas instituciones cuya función es resguardar este tipo de materiales. Esto último es, por cierto, lo que consideró Mirta Arlt hace un poco más de una década, cuando llevó los archivos de su abuelo a una universidad en Alemania; aunque según Germán Alvarez ese argumento es discutible, porque las condiciones para preservar adecuadamente los archivos en el país ya estaban dadas incluso en ese momento. El investigador afirma que lo que declaró entonces la nieta de Arlt se puede desmentir con facilidad y pone un ejemplo. “Los libros que Borges dejó acá, de manera tácita, porque no dejó nada, ni anotó, ni hizo una lista, directamente los empaquetaron y los llevaron al depósito. Esos libros se podían haber perdido, se podían haber robado, o podían haber desaparecido. Estuvieron treinta años dando vueltas con una mudanza en el medio muy importante, y se recuperaron”, dice.
En esa línea argumentativa, Rosato agrega que “las grandes colecciones que fueron donadas a la Biblioteca Nacional se conservan en perfecto estado. Estamos hablando de donaciones del siglo pasado y del anterior. Yo creo que eso que están diciendo, que en Argentina no hay un modo de conservar adecuadamente, habla de un desconocimiento del nivel profesional de quienes trabajan en el área de conservación y en el área técnica. La Biblioteca Nacional en ese sentido ha dado en este último siglo un crecimiento realmente importante en ese tema”.
Para los directores del Centro Borges, en la actualidad la “fuga” de los archivos no tiene que ver con que no estén las condiciones, sino que se trata sólo de un tema económico. “Yo te mencionaba un librero argentino que tiene una gran colección de Borges. Bueno, se acaba de comprar parte de esa colección y se va a Virginia. ¿Por qué? Simplemente porque tienen plata”, dice Germán Alvarez. “Simplemente porque hubo una erogación de dinero y la desiderata que hicieron para este año es, ‘y compremos algo de Borges, porque se está reavivando esto del asunto Borges: salieron libros, salieron estudios, hubo congresos’”.
Ahora bien, frente a esa disparidad económica, ¿cómo se hace para evitar que estos materiales salgan del país con tanta facilidad?
La respuesta es –como siempre– la política. En los últimos años, por ejemplo, algunos países latinoamericanos, en sus legislaciones, empezaron a considerar al patrimonio bibliográfico como parte del patrimonio cultural, y a plantear distintas medidas que tiendan a preservarlo. Pero no es el caso de Argentina. “El Estado argentino, si sale a la venta algún archivo o colección importante, no tiene ninguna prioridad para comprar, para comprar por la base, y debería tenerla. Después, si no puede, o no le interesa, bueno, eso que después salga y se venda al precio que se tiene que vender, pero tendría que tener prioridad el Estado argentino”, dice Alvarez.
En el mismo sentido se manifiesta Juan Canala, jefe de la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional: “El Estado tiene que definir políticas culturales y realizar medidas de protección para que el patrimonio sea vendido de acuerdo a normas legales”, dice.
El propio Alberto Manguel, según cuenta Laura Rosato, en algún momento insistió en que había que modificar la ley, pero sabemos que su palabra nunca fue muy valorada por los funcionarios del gobierno, de cuya ideología –se sabe– el ahora ex director de la Biblioteca Nacional estaba cada vez más lejano.
Sin embargo, y pese al vacío legal del que, esperemos, algún legislador tome nota, en los últimos años surgieron algunas iniciativas que demuestran que actualmente las condiciones para preservar los libros en el país parecen estar dadas. Una de ellas, tal vez la más significativa, es la de la Universidad de Tres de Febrero, que hace poco creó el “Archivo IIAC” con el objetivo de reunir archivo bibliográfico y documental de escritores y artistas. Entre las colecciones personales con las que cuenta, está la de Edgardo Cozarinsky, Susana Thénon, Daniel Link, Rafael Squirru, Juan Pablo Renzi y Annemarie Heinrich.
La diferencia con algunas universidades del exterior no pareciera estar relacionada con el nivel profesional del recurso humano, sino que la Untref no compra esos archivos. “La disponibilidad de dinero para comprar colecciones es excepcional”, dice Martín Paz, el director del archivo IIAC, para quien en los últimos años las instituciones han elevado mucho sus estándares de calidad y se ha ido creando “una consciencia cada vez más difundida” respecto del valor de las colecciones personales. “En general, los donantes de archivos, herederos o tenedores legales diversos, que se acercan ya tienen una decisión clara de que las cosas queden en el país y en una institución pública”, dice. “Si se persigue un beneficio económico, obviamente, es imposible competir con instituciones del exterior. Si se decide enviar las cosas afuera por un tema de confianza, es entendible porque durante mucho tiempo las condiciones de preservación en el país fueron muy malas y esa idea recién se está revirtiendo”.
El caso Princeton
El archivo más completo de escritores latinoamericanos, que está en la Firestone Library de Princeton, comenzó a gestarse de un modo un tanto azaroso a mediados de la década del 70. José Donoso, que había estudiado allí, tenía una deuda con la universidad y decidió saldarla con la donación de algunos de sus manuscritos. A partir de entonces, a Peter T. Johnson, el bibliotecario especialista en América Latina, se le ocurrió la idea de comenzar a preservar los archivos de escritores latinoamericanos. Adquirió entonces el resto de los archivos de Donoso y, gracias a este escritor, con quien estableció una amistad, logró convencer a otros escritores latinoamericanos –Carlos Fuentes, Vargas Llosa y Cabrera Infante– de que depositaran sus archivos en Princeton.
Hoy, cuarenta años después, la universidad cuenta con casi noventa colecciones y quien está a cargo de ellas, y continúa el legado de Peter T. Johnson, es el bibliotecario Fernando Acosta-Rodríguez, para quien esos archivos, según le dijo a PERFIL, “representan una fuente única e insustituible no solo para el estudio de la obra y la biografía de los escritores que están representados en la colección, sino para el estudio de una historia cultural e intelectual muy rica y compleja que no se limita a las fronteras de los países latinoamericanos”.
—¿Cómo es el equipo que trabaja ahí?
—De todo lo que tiene que ver con el proceso de adquisición me ocupo yo en colaboración con el Curador de la División de Manuscritos. Una vez que un archivo llega a Princeton, hay una persona con preparación profesional que se ocupa del procesamiento, la organización, la descripción y la creación de guías para los usuarios, exclusivamente para las colecciones latinoamericanas. Personal adicional de esa sección puede dedicarse a estas colecciones cuando hace falta.
—Tengo entendido que la mayor parte de las adquisiciones son compras, no donaciones. ¿Cómo se financian?
—La mayor parte de las adquisiciones sí son compras. Algunas son donaciones. Las compras casi siempre se financian a través de fondos con los que la biblioteca cuenta como parte de su presupuesto anual de adquisiciones. Con frecuencia el Programa de Estudios Latinoamericanos también contribuye financieramente a la compra. Pero más importante que el presupuesto de adquisiciones es que Princeton tiene la solidez y la capacidad institucional para conservar estas colecciones a largo plazo a la vez que las puede poner a disposición de estudiantes e investigadores de una manera segura y responsable.
—Además del tema económico, ¿por qué creés que muchos escritores o herederos eligen depositar sus archivos personales allí?
—Creo que muchos escritores latinoamericanos o sus herederos han decidido depositar sus archivos aquí en Princeton porque no creen que esas condiciones se encuentren en sus países de origen. Otro atractivo para los escritores es que aquí sus archivos se encuentran en la compañía de muchos otros y esto facilita que los investigadores puedan establecer conexiones y diálogos entre ellos.