Para contar la historia del siglo XX, Eric Hobsbawm se eligió a sí mismo. Fue uno de sus historiadores más relevantes, al tiempo que puso su vida como ejemplo. Esa por la que transcurrió la centuria, según sus propias palabras, más sangrienta y destructiva. En la introducción a ese clásico llamado Historia del siglo XX, Hobsbawm lo hace muy explícito: “Mi propósito es comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa forma y qué nexo existe entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha vivido durante todo o la mayor parte del siglo XX, esta tarea tiene también, inevitablemente, una dimensión autobiográfica, ya que hablamos y nos explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). Hablamos como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han participado en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores que han intervenido en sus dramas –por insignificante que haya sido nuestro papel–, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas opiniones acerca del siglo han sido formadas por los que consideramos acontecimientos cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de nosotros”.
Con algunos de los postulados de esta sentencia podría haber estado de acuerdo Henri Cartier-Bresson, el más grande de cinco hermanos de una familia rica, pero tan puritana y frugal que de niño pensaba que era pobre. Había nacido en agosto de 1908 en Chanteloup, cerca de París y, prolijamente, murió en agosto de 2004. En ese punto, su vida coincide con los años necesarios para conformar el siglo pasado. Sobre todo, en términos del historiador inglés, que cuenta a partir de 1914, la Primera Guerra Mundial, para hacerlo comenzar, y el colapso de la URSS, en 1991, para que termine. En esa consideración, la autobiografía de Cartier-Bresson es solidaria con el siglo largo y su trabajo como artista lo recorre, lo identifica y hasta le da sentido.
No por nada su biógrafo, Pierre Assoulline, lo llamó “el ojo del siglo”. Aunque sea una definición que parezca no necesitar más explicación que las fotografías que el artista francés tomó a lo largo de su carrera, desde los 23 años hasta la década del 70, cuando decidió abandonarla, ese largo romance entre su ojo y el mundo merece ser contado. Un poco en estos términos amorosos lo pensó él mismo. Sobre todo cuando le preguntaban el porqué de su salida, en 1966, de Magnum Photos, la agencia internacional de fotografías que fundó junto a Robert Capa, George Rodger y David Seymour en 1947. “Es como cuando uno se separa de la mujer de toda la vida y te siguen preguntando por ella. Hay algo indecente en esa pregunta”.
Pero ese ojo, como un dardo, agudo e inteligente, confesó que su aprendizaje en fotografía había sido un poco antes de conocerla y, sobre todo, estudiando pintura. Su maestro fue el surrealista André Lothe, con quien estuvo en 1927 y aprendió mucho de los pintores clásicos, también. En ese comienzo surrealista está la cifra de su arte: captar lo que llamó “el instante decisivo”, perseguir esas imágenes en fuga, desautomatizar la mirada. Todo eso para hacer de la fotografía una de las bellas artes.
Además, hizo otra cosa con ella. La usó para dar cuenta de los grandes acontecimientos del siglo pasado con esa potencia de aniquilación y muerte: la Guerra Civil Española, la invasión alemana a Francia, el Muro de Berlín, la muerte de Gandhi, por mencionar alguno de ellos. En los viajes, su ojo mutó a antropólogo y documental. México, España, China, Estados Unidos fueron, entre otros, sus destinos para volverlos metáforas, sinécdoques, desvíos y umbrales. Se encargó de hacerse invisible, volverse otro, como cuando atravesó Estados Unidos con el pseudónimo de Hank Carter. “No soy un actor. ¿Qué quiere decir ser una celebridad? Me defino a mí mismo artesano”. Con estas palabras se escondía de ser famoso. Lo entendía como lo había expresado tan hermosamente Degas: “Me gustaría ser famoso y desconocido”. En esto, en modo alguno hubiera acordado con Hobsbawm.