CULTURA
edición conmemorativa

Cincuenta años después

En el marco de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, el escritor Luis Gusmán celebró los cincuenta años de la primera edición de un libro que fue su debut y el de todo un movimiento de vanguardia argentino: “El frasquito”, publicado en 1973 y luego prohibido por la dictadura en 1977. Pero como no podía ser menos, Gusmán festejó no solo leyendo el discurso que publicamos a continuación, sino publicando dos nuevos libros: los “Cuentos reunidos” y una nueva novela, “No quiero decirte adiós”.

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Gusmán. Annick Louis, Fernando Fagnani, Luis Gusmán y Sergio Wolf celebrando en la Feria Internacional del Libro el aniversario número 50º de “El frasquito”. | cedoc

En el prólogo a El frasquito en la edición del 2009 publicado en esta misma editorial, Luis Chitarroni escribe: “La brevedad de El frasquito, su fragilidad y su condición de noticia esporádica, parecen exigir prólogos y garantías cada vez que se publica”.

Lo prologal ya forma parte de este libro. Nunca había pensado que esa fragilidad responde a la materialidad misma del frasquito, un vidrio que se astilla, y hasta en su personificación llega a llorar, pero nunca se rompe. Lágrimas blancas, como le escribí a Luis Tedesco.

Contra esa materialidad comencé a escribir mis otros dos libros posteriores. Los brillos opacos del frasquito, su cuerpo velado. Dos figuras que intentan contraponerse y sobreponerse a la sorpresiva circulación comercial exitosa de un libro que estuvo tres años sin lograr publicarse.

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En ese sentido hay muchos de los fantasmas de los que habla Leonora Djament en el prólogo a esta nueva edición. No solo la conversación con muertos, y entre muertos, Gardel, el mellizo, sino el propio libro convertido en un fantasma. De pronto irrumpió en la escena literaria y tres años más tarde fue prohibido y volvió a tener una circulación clandestina. Se acaba de publicar en España en una editorial llamada con el sugestivo título: Contrabando; tiene prólogo de Ruben Arribas y un texto de María Moreno y otra vez el prólogo de Luis Chitarroni.

Como bien señala Luis, en su prólogo a Brillos, este libro quedó más huérfano que El frasquito.

Después, En el corazón de junio, un dialogo con otros libros y otros escritores que se me cruzaban en ese tiempo. Más tarde comencé, como diría mi querido Enrique Pezzoni, mi excursión e incursión ranquel en los cuentos. 

Escribo Villa, una novela, la política de la historia de mi país. Pero también fue un libro que marcó una ruptura respecto a los libros ya escritos sobre el Proceso. En Villa se jugaban dos cosas. La primera, la política de poner o sacar el cuerpo que le dio materialidad real al personaje; la segunda, el nombre propio, aún en el peor de los anonimatos, el burocrático, Villa tenía que pasar de mosca a tener un apellido.

De 1970 a 1995 habían pasado veinticinco años. Con lo cual, me había convertido, según el lector que me tocara en suerte, en el autor de solo dos libros. El frasquito y Villa.

Los personajes estaban desde antes. Siempre un poco anacrónicos, dobles del artista del hambre. Peleteros, cantores de tangos, pesistas, dobles de riesgo, cristos articulados, imagineros que acompañaban las imágenes sacras, brujos, el espiritismo que rompe con la identidad sexual, ya que Gardel podría ser una mujer, y viceversa, la médium podía ser Gardel.

Como dice Piglia en su prólogo sobre El frasquito retomado por Masotta, en su texto sobre Brillos, el tratamiento elusivo de los mitos populares o “sin la demagogia impostada”, como bien señala Martín Kohan en el prólogo a los Cuentos reunidos. 

Después, los dúos, los mellizos, los dos pesistas: Wa-lenski y Smith. 

Y, finalmente, lo que está desde el comienzo: el tango. Una letra que cuenta una vida en tres minutos. Como bien dice el prólogo de Leonora, El frasquito es un libro para escuchar.

Hay cierta gemelidad entre todos mis libros, pero cada libro es distinto del otro, una mitología incesante que se cuenta de manera diferente.

De ahora en más, mi motor sería escribir una novela donde poder contar un acto ético, un personaje como Lord Jim. Un escollo en el que fracasé tantas veces arrastrado por la fatalidad de una imaginación que me hace ir por las ramas.

Siempre planeo historias rigurosamente verosímiles, pero mi lector cruzado, la imaginación, cruza otra historia, y la novela en su plan primigenio se traiciona. Cosa que no me sucede en los trabajos psicoanalíticos o políticos, sometidos, para decirlo sartreanamente, a una severa vigilancia, donde la administración de la imaginación es a costa de una renuncia a una prosa por el estilo. 

Cito una frase de Mansilla que viene al caso: “Todo escritor tiene una palabra favorita que lo traiciona”. En el camino, me di cuenta de cierta destreza para el diálogo, pero no hay cosa más complicada que enamorarse de lo que a uno cree que le sale bien.

Como dice Héctor Libertella, nuestra literatura vino en la bodega de los barcos, o de contrabando, agrega Piglia, entonces no podía tener otro origen que la gauchesca. Un Fausto que cree ver al diablo y lo ve, en un escenario en la representación de una ópera. En “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, Arlt habla de estar influenciado principalmente por Baudelaire, su “socrático demonio”, y se encuentra en los parques con un “doble” de Villiers de l’Isle Adam, que a voluntad puede trasladarse a los espacios astrales y lo que le relató, lo encuentra después en las obras de Madame Blavatsky, autora de una Doctrina secreta. Y en la Sociedad Teosófica, condensa: política y religión, ya estamos en Los siete locos, no en vano al final de “Las ciencias ocultas...” cita La ciudad de los locos, de Juan José de Soiza Reilly. 

Pierre Menard que escribió el Quijote. Marechal, que decide llamar a Dédalus, Adán. Y para colmo, nacido en Buenos Aires. Bustos Domecq, que inventó a Parodi, donde el investigador es un preso. A Borges y a Bioy no se les escapaba que a ese apellido solo le faltaba la letra “a”, para la parodia.

De toda esa mezcolanza, nace nuestra literatura amotinada.

Esto no es un análisis de lo que he escrito, sino impresiones. Como quien dice: huellas digitales.

En dos frases sitúo el asunto que siempre me atravesó. La primera de George Steiner está referida a Franz Kafka: “En ciertos momentos de la historia de la literatura, un escritor parece personificar la dignidad y la soledad de todos los miembros de su profesión”. Al respecto, se me ocurre el nombre de mi amigo Ricardo Zelarayan.

La otra, del propio Kafka: “El escritor en mí morirá enseguida, pues una figura semejante no tiene consistencia, ni siquiera es de polvo”. Esta afirmación sentenciosa separa la figura del escritor del destino de sus manuscritos que no conocieron ni el polvo ni el fuego.

Para terminar comenzando, voy a parafrasear un texto de Jorge Jinkis sobre la amistad, Cuenta que el Fedro de Platón comienza con una pregunta: “¿De dónde vienes, a dónde vas?” Es una manera de anunciar que el diálogo ha de ser un recorrido, aunque se ignore el camino. La indagación es el motor del caminar en conversación. Entre los griegos, se hace callejera y en el siglo XX se continúa en los cafés de las ciudades.

La revista Sitio tenía su redacción en un café. Y después salíamos a callejear y seguíamos discutiendo. Ramón Alcalde, Eduardo Gruner, Jorge Jinkis, Hugo Savino, Luis Chitarroni, Mario Levin.

En Diatribas, se agregaron Fernando Fagnani, Jorge Palant, Marcelo Gargiullo. 

Mis libros están hechos y desechos en ese callejear de la amistad donde las palabras se atropellan. Hoy muchos de los nombres están aquí presentes. Otros, como Ricardo Piglia, Germán García y Osvaldo Lamborghini, están en el callejear de la memoria.