CULTURA
Libro / Reseña

Clásico de la semana: "La verdad sobre mi mujer", de Simenon

El as de la novela psicológica moderna confecciona esta historia centrada en un hombre que es envenenado con arsénico por su esposa. Galería de fotos

Georges Simenon 20200609
Georges Simenon (Lieja, 1903 - Lausana, 1989). | Cedoc Perfil

En La verdad sobre mi mujer (1942), una de las gotas de agua que configuran el océano narrativo de Georges Simenon, una mujer envenena a su marido con arsénico. El marido sobrevive, pero lejos de clamar venganza o justicia, comienza un proceso de reacomodamientos mentales y revisionismo autobiográfico en base a los cuales se esfuerza por entender. Estamos leyendo al as de la novela psicológica moderna, si por tal antigualla se considera aquel relato que oculta -hasta que se revela- el modo en que se orquestan los actos de los personajes. Vemos una intimidad matrimonial, una rutina y una apariencia, pero no el lenguaje secreto que hierve bajo la placa de la conciencia como una lírica de perversión individual que, por lo general, los humanos no comparten con nadie, salvo con su cuerpo cuando le dan la orden de actuar.

Simenon es un gran escritor que opera con sigilo en las zonas más bajas de la actividad humana. Su don es la perforación de las capas superficiales sobre las que se monta el teatro de la vida. La frecuencia de sus percepciones son shakespereanas pero el naturalismo insoportable de sus formas aspiran a algún tipo de realidad formulada de manera menos aparatosa. "La gente no entiende nada", dice el narrador. Contra esa marea de desconocimiento, Simenon diseña su arte, que es el de la revelación de lo que está ahí, esa especie de contraluz cegador que emana de los hechos. Si la identidad es un tesoro sepultado bajo la acumulación de los hábitos, La verdad sobre mi mujer es una literatura geológica, de extracción de eslabones perdidos que el autor acopia en favor de la reconstrucción de estructuras que no le interesa demasiado volver a montar (le basta con recuperar las piezas sueltas y exhibirlas en su showroom prosaico). 

El misterio de la novela no sale de dos preguntas de reverberaciones policiales: ¿quién es Bebe, la Circe que intenta liquidar a su marido, el empresario Francoise Donge, cerrado sobre sí mismo, sus negocios prósperos y su amantes? ¿Y por qué lo envenenó? Son preguntas ordinarias acordes a la inteligencia protocolar de las pesquisas, pero Simenon no cae en la trampa de responder porque prefiere que su narrador se dedique a descerebrarse con inquietudes más ambiguas. Dado que nadie la conoce a fondo (su respuesta al masivo cuestionario judicial es, por lo general: "no sé"), y que no hay una ficha técnica estable de su carácter, Simenon suelta a Francoise del espacio esquemático en el que está encuadrado, y que es el del lugar de la víctima, para que sea él quien elabore la pregunta clave: ¿en qué convertí a mi mujer? Como tarde o temprano ocurre en muchas de las novelas de Simenon, las cosas dan un vuelco. Es el momento en que la realidad plana se vuelve rebatible. 

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La gracia de Simenon consiste en defender la cuestión posicional del punto de vista. Es un punto de vista menos geográfico que temporal porque sus narradores esperan que los hechos se expliquen desde el interior empañado de sí mismos, allí donde se mantiene en reserva su verdad. Esa herramienta sencillista es la que le da forma a una literatura merecidamente premiada por las leyes de la unanimidad.      

 

 
 
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