Autor de una literatura parasitaria, lúdica, deshumanizada; escritor antiargentino, profeta del odio, vocero de la oligarquía; farsante, libresco, falso erudito. Jorge Luis Borges habría podido escribir una segunda versión de El arte de injuriar con las descalificaciones que recibió. La consagración que sancionó la crítica literaria y los reconocimientos internacionales tuvieron su contracara en una tradición de textos escritos contra Borges, en los que convergieron el nacionalismo católico, la crítica sociológica, el populismo, la izquierda e incluso astillas del mismo palo, como algunos colaboradores de la revista Sur.
“Borges comienza a recibir ataques muy fuertes hacia 1930, cuando entre otros cambios abandona su nacionalismo –dice Sergio Pastormerlo, autor de Borges crítico (2007)–. En realidad no sólo lo abandona, lo invierte. Publica Evaristo Carriego y cierra su etapa criollista. En la primera edición de Discusión, de 1932, figuraba un ensayo, Nuestras imposibilidades, una diatriba tan escéptica y tan pesimista contra los argentinos que cuando reeditó ese libro decidió descartarla”.
La acusación nacionalista fue la crítica inicial y se sostuvo hasta la guerra de Malvinas, agrega Pastormerlo, “pero esos primeros ataques eran a la vez signos de consagración”. En 1933, precisamente, la revista Megáfono publicó una encuesta que pretendía cuestionarlo y a la vez lo destacaba “porque le parece importante su obra literaria, por lo que este escritor representa y ha representado dentro de la nueva generación y porque es el autor que más influencia ha ejercido sobre los escritores más jóvenes”, según la justificación de los editores. Las objeciones correspondieron a Ignacio Anzoátegui, Juan Pedro Vignale y Enrique Anderson Imbert (“¿De veras que Borges les parece tan interesante? Porque yo he leído sus trabajos y no los estimo notables”) y tuvieron un rebote en un artículo donde Ramón Doll adscribió a Discusión en “ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien”.
Otro hito corresponde a 1941, cuando Borges se presentó al Premio Nacional de Literatura con El jardín de senderos que se bifurcan (luego integrado en Ficciones) y no obtuvo ni una mención. En julio de 1942, Sur le dedicó un número en su homenaje, donde Ernesto Sabato reconoció el valor de su poesía pero desaprobó sus cuentos como parte de “esa literatura lúdica y bizantina que constituye el lujo (pero también la flaqueza) de una gran literatura”.
Roberto Giusti subió la apuesta el mismo mes en la revista Nosotros: la explicación del rechazo al libro de Borges estaba “en su carácter de literatura deshumanizada, de alambique; más aun de oscuro y arbitrario juego cerebral, que ni siquiera puede compararse con las combinaciones de ajedrez”; era “una obra exótica y de decadencia que oscila, respondiendo a ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea, entre el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial”.
Los desagravios se renovaron en 1946, cuando la SADE organizó un banquete de homenaje después que Borges renunciara a su cargo en la Biblioteca Miguel Cané. “Yo no digo que Borges no tenga motivos para estar enojado; lo echaron de un empleíto que tenía en la Municipalidad donde revistaba como inspector de ferias y con una revolución. Con otra lo hicieron director de la Biblioteca Nacional”, ironizó Arturo Jauretche, que a la vez reconoció “las preciosas páginas” que Borges escribió como prólogo a su poema El Paso de los Libres. Igual lo condenó como ejemplo del “intelectual químicamente puro”, aislado de la época y de la sociedad en que vive y, como otros críticos, le auguró el fracaso: “Borges y los como él no trascenderán en la historia si no es con la patria que los haga trascender”.
La resistencia de los jóvenes. La tradición es tan amplia que incluye dos libros de recopilación: Contra Borges (1978), compilado por Juan Flo, y Anti Borges, de Martín Lafforgue (1999). La revista Contorno marcó un capítulo central en la historia de la resistencia. Las hostilidades comenzaron en 1952, con una reseña de Noé Jitrik sobre Otras inquisiciones en la revista Centro. La declaración de guerra fue el libro Borges y la nueva generación (1954), de Adolfo Prieto, que provocó una seguidilla de artículos a favor y en contra en las revistas Ciudad, Plática y Liberalis.
Prieto reconocía que “Borges es acaso el más importante de los escritores argentinos actuales”, pero a la vez consideraba paradójicamente que la obra estaba sobrevalorada y lo ubicaba “en la categoría de escritores que gastan la literatura como un lujo”. Entre sus defensores se contaron David Viñas (“Prieto pugna por sentirse intérprete de la disconformidad de los hombres nuevos como él, se enfrenta al magno representante de los valores vigentes y acatados”) y Juan Carlos Portantiero (“Borges es, conscientemente, el proveedor literario de toda una elite, más o menos vinculada a nuestra vacunocracia”). “Nos era ajeno, lo veíamos como un sobreviviente del ludismo del grupo martinfierrista”, dijo Juan José Sebreli en Borges: el nihilismo débil.
“El libro de Prieto manifiesta una idea común al grupo contornista, que tenía serios cuestionamientos hacia la obra de Borges, pero no pueden atribuirse a todos ellos los defectos más obvios del ensayo –dice Marcela Croce, autora de Contorno, izquierda y política cultural (1996) y de la Enciclopedia de Borges (2008)–. Por ejemplo, esa obsesión por reclamarle a Borges un compromiso como el que plantea Jean-Paul Sartre en la posguerra francesa. La paradoja es que mientras Contorno hace esta crítica, Sartre publica los textos de Borges en su propia revista, Les Temps Modernes. En tal sentido, Borges y la nueva generación queda anulado de inmediato. Tal vez la única recuperación posible es remitirlo al proyecto contornista de organizar un nuevo canon de la literatura argentina”.
Noé Jitrik, integrante de Contorno, repone el contexto histórico. “La figura de Borges, en esos años, estaba teñida por el conflicto político. No había demasiado ingreso en el examen de su obra, concretamente”, afirma. Borges era visto “como un escritor que merecía un tratamiento para el que quizás no estábamos preparados y que yo recuerde no aparece como antagonista, más bien hay un encarnizamiento notorio con Eduardo Mallea”. En el caso personal, “tenía una gran reverencia por Borges, pero entré en la oleada del pensamiento sartreano que nos gobernó a muchos y tomé un poco de distancia”.
En perspectiva, sigue Marcela Croce, “Contorno estableció un nuevo mapa de lecturas al recuperar a Arlt y Martínez Estrada y soslayar a Mallea, y si hoy la crítica adhiere a esa operación, reconoce en cambio que la revista se equivocó con Borges, porque el juicio se restringió a cuestiones políticas. Pero el parricidio, como lo llamó Emir Rodríguez Monegal, afectaba menos a Borges que a los antecedentes críticos de los contornistas, a un ejercicio centrado en la filología”. Borges se constituye en objeto de la crítica “en 1957, cuando Ana María Barrenechea publica La expresión de la irrealidad en la obra de Borges”.
En 1953 Borges publicó Martín Fierro, un ensayo sobre el poema de José Hernández que encrespó a los nacionalistas por derecha e izquierda. “Borges no tolera lo argentino (…), pertenece a esa clase de escritores, tan frecuente en nuestro país, que posee el secreto de todos los procedimientos y combinaciones, pero les falta el soplo elemental de la vida”, dictaminó Jorge Abelardo Ramos, quien lo tildó de “cipayo” y “escritor extranjero”. Leonardo Castellani prefirió la ironía: “Esteta puro, maneja con misterio tres o cuatro sofismas viejos, siempre los mismos, teniendo habilidad para pulirles ya una, ya otra faceta”. Juan José Hernández Arregui consideró que el rasgo definitorio de la obra “es su desdén por lo argentino” y reprobó su concepción de la historia nacional, “mezcla de mitrismo y liberalismo oficial, en la cual las masas son juzgadas como fantasmas resucitados de la barbarie”.
Las acusaciones nacionalistas se renovaron en la década de 1970. En un ensayo sobre Operación masacre, Aníbal Ford planteó que la denuncia de Juan Carlos Livraga, sobreviviente a los fusilamientos de José León Suárez, descubría “la Argentina real, objetiva y demostrable” contra “la sutil y reaccionaria mitologización de Buenos Aires” y “la Argentina atemporal de Borges”. En 1978 Liborio Justo volvió sobre “El escritor argentino y la tradición”, la conferencia donde Borges reivindicó el conjunto de la tradición occidental, para fustigarlo entre otros improperios como el poeta “del Fondo Monetario Internacional”, cuyos textos no eran sino “baratijas metafísicas en las que se refugia la burguesía en descomposición y fomenta el imperialismo como suprema manifestación de arte”.
También fue cuestionado por su poesía. En 1948, H.A. Murena publicó en Sur que Borges “describe los símbolos del sentimiento nacional pero no experimenta el sentimiento nacional” y empobrecía “las formas de la realidad presente de acuerdo con la pequeñez de los tipos del pasado”, en relación al rescate de lo gauchesco y el compadrito. En 1963, en una reseña sobre El hacedor en la revista Zona de la Poesía Americana, Jitrik dijo que Borges parecía “condenado a repetirse”; ahora, en cambio, considera que “la de Borges es una poesía importante, y sus primeros libros fueron muy influyentes para mi imaginario poético”. Aquel mismo año, la encuesta “Borges
en tela de juicio”, realizada por Francisco Urondo para la revista Leoplán, registró opiniones adversas de Enrique Molina (“Borges ha tomado el partido de la inteligencia especulativa, del pensamiento racionalista, de la necesidad lógica. No creo que ése haya sido nunca el camino de la poesía”) y Alberto Girri (sus poemas “han perdido la vigencia y la seducción que tuvieron durante las décadas del 20 y del 30, desplazándose hacia un plano puramente localista, casi folclórico”).
Crítica y política. “En un inolvidable viaje a Rosario, hacia fines de los 80, Nicolás Rosa dijo que había que matar a Borges. Es decir, la presencia de Borges era paralizante, para hacer una literatura, para crecer había que liquidarlo”, dice Jitrik, que concentró sus experiencias y lecturas al respecto en el ensayo Sentimientos complejos sobre Borges.
Jitrik recuerda la indignación que le produjo la desconsideración de Borges hacia Macedonio Fernández, al considerarlo un genio oral –“era negar absolutamente el valor que podían tener sus escrituras”– y el efecto que le produjo la lectura de una entrevista, en el avión que lo llevaba a su exilio en México, en 1974: “Borges desbarataba todas las preguntas. El espíritu de contradicción era fuertísimo, siempre le daba vuelta a las cosas. Nada lo tomaba como una verdad compartible salvo algunos mitos literarios que él mismo podía descubrir y promover”.
En una de sus últimas entrevistas, David Viñas reavivó la polémica al comentar que “si me apuran, entre Rodolfo Walsh y Borges me quedo con Walsh”. No era una provocación sino una preferencia, interpreta Marcela Croce: “Walsh representa todo lo que le molestaba a Viñas en Borges: en vez de hacer referencias constantes a otros textos formula denuncias inmediatas; en lugar de solazarse en un círculo de iniciados se involucra en la prensa y apunta a ampliar el público. Walsh permite dar un paso más respecto de las dualidades que desplegó Contorno: con él ya no se trata de Borges contra Arlt o de Borges contra Martínez Estrada, sino de alguien que puede ejercer la denuncia como Martínez Estrada y emplear un lenguaje como el de Arlt para ocupar un lugar literario como el
de Borges”.
Para Sergio Pastormerlo, la oposición es incómoda pero reveladora: “Tiene la virtud de poner en evidencia que la tradición de la crítica contra Borges es casi enteramente política”, afirma. En ese sentido, “si se tiene en cuenta la sensibilidad de nuestra cultura de la memoria a cuarenta años de 1976, no deja de resultar notable que la imagen de Borges se haya liberado tanto y tan pronto del pasado que lo asociaba a Videla”.
La discusión más reciente tiene que ver con el lugar de Borges en la Historia crítica de la literatura argentina. “Alguna gente nos reprocha que no le hayamos dedicado un volumen –dice Jitrik, director de la edición–. Pero no lo vemos como una flexión, como un momento de torsión de la literatura argentina en búsqueda de otro registro, en busca de una apertura hacia nuevas posibilidades. El criterio general es de tipo genético, tratar de comprender un proceso en su intimidad, en sus registros más secretos Además Borges aparece en casi todos los volúmenes”.
En la tradición contra Borges hay también arrepentimientos, cambios de opinión y reconocimientos inesperados. Adolfo Prieto abjuró de su libro y Anderson Imbert participó del desagravio en Sur. Después de Borges o el juego trascendente (1971), donde arremete desde el psicoanálisis y la Escuela de Frankfurt, Blas Matamoro intervino en un homenaje por el centenario del nacimiento, y Juan Gelman valoró sus consideraciones ante la muerte de Cortázar. “Borges ha sido reivindicado por quienes lo criticaban”, dice Jitrik. Tal vez porque la admiración estaba oculta bajo tantas formas de rechazo.