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Contra la academia, a favor del virtuosismo

Desde hace casi medio siglo, Philippe Sollers ocupa un lugar central en las letras francesas. Un intelectual que articula una erudición asombrosa con la actitud propia de un esnob: escribe sus textos a mano con tinta azul comprada en Venecia, tiene sus dedos cargados de anillos y fuma con una larga boquilla. Se publica en castellano “Discurso perfecto”, una travesía esencial por los creadores sustanciales de nuestro tiempo.

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Hay un tipo de intelectual, cuya matriz probablemente sea francesa, que maneja con destreza y total naturalidad una herramienta argumentativa que conjuga lucidez implacable con aguda mordacidad. Este intelectual desafía a sus lectores, los acorrala a fuerza de verdad, los empuja, los interpela, duda de que sean francos. Les dice: “¿Conocen a Antonin Artaud? ¿Han oído hablar de él? Vamos, seamos serios, apenas. Hay demasiadas cosas que leer, a menudo es reiterativo, los cansa, no pega con sus empleos sobrecargados de tiempo, no forma parte de la temporada de novedades literarias. Pero su discurso no se agota en la mera exasperación; ofrece también pensamientos iluminados y palabras organizadas en torno a la pasión. A esta clase de intelectual pertenece Philippe Sollers (Talence, 1936), uno de los fundadores, en 1960, de la revista Tel Quel, publicación que contribuyó a la difusión de pensadores y artistas como Barthes, Foucault, Joyce y Derrida, entre otros. También fue director de la revista L’ Infini, editor y autor de Gallimard, cronista en el diario Le Monde y participa en programas de televisión y de radio.
Definitivamente, Sollers, que lleva en su haber más de sesenta libros publicados, apuesta a la controversia y divide las aguas. Están los que lo aman y los que lo odian; sin embargo, unos y otros reconocen su autoridad intelectual. Desde hace más de cuarenta y cinco años ocupa un lugar central en el mundo de las letras francesas y es considerado como el “padrino” del mundo literario local por su destreza en el manejo de influencias y por su habilidad casi ajedrecística en la organización de camarillas que lo tengan como líder. Este hombre articula un pensamiento brillante y una erudición asombrosa con la actitud propia de un esnob: escribe sus textos a mano con tinta azul comprada en Venecia, tiene sus dedos cargados de anillos, fuma con una larga boquilla y califica sin ningún pudor a sus enemigos literarios de “desesperados automáticos”, “incultos pretenciosos” o “rebeldes recién llegados”. Justamente, Luisa Corradini aborda el tema del esnobismo en una entrevista que le hizo al autor en 2006. La respuesta de Sollers fue contundente: “Ningún escritor puede ignorar el esnobismo que toca a la esencia impalpable del poder y del éxito. Sus ingredientes simbólicos varían en el tiempo, pero el esnobismo conserva una dimensión fascinante a la cual el escritor es sensible y cuyas formas se ve obligado a descifrar. Los aspectos ridículos de todo esnobismo, incluidos los del mismo escritor, son una inagotable mina de contenidos. Para luchar contra la uniformización, el escritor trata de singularizarse mediante ínfimos movimientos moleculares, sublimes o vulgares. Todo es útil”.
En los próximos días, llegará a las librerías Discurso perfecto, un libro de ensayos sobre arte y literatura de este autor. Se trata de una compilación de reseñas, prólogos, ensayos y crónicas periodísticas, pero también desgrabaciones de conferencias y entrevistas. La selección de los textos y la traducción estuvieron a cargo de Silvio Mattoni, que hizo un trabajo excelente no solo con el pasaje del francés al español sino también en el ordenamiento de los ensayos, supeditándolos a una contigüidad temática y de pensamiento.
En estos textos, Sollers se ocupa de los autores que lo apasionan, que son aquellos monstruos que por su complejidad, su incomodidad, logran sustraerse de la mirada fosilizadora de la academia. Son los pensadores que desbordan, los inaprensibles, los blindados por la genealogía de su propio talento. Hay franceses: Sade, Rimbaud, Baudelaire, Artaud, Verlaine, Bataille, Flaubert, Céline, Lacan, pero también están Shakespeare, Nietzsche, Joyce, Poe, Fitzgerald y Beckett. Además, su mirada se fija en la música y en la pintura.
En Discurso perfecto hay dos ensayos dedicados a intérpretes musicales; en uno el foco está puesto en la pianista argentina Martha Argerich y en el otro en la mezzoprano italiana Cecilia Bartoli. En estos textos, Sollers, melómano confeso, habla de lo que más ama y lo hace con un entusiasmo y una fascinación que resultan contagiosos. Dice sobre Martha Argerich: “Mi sueño fue secuestrarla durante un mes. Las Suites inglesas, mañana y tarde. Mil y una veces. Novela sublime”. Cuando se trata de la Bartoli apela a un recurso frecuente en su prosa, la enumeración: “Es una bruja, un hada, una jugadora, una belleza fuerte y alegre, un genio despertado. Ella canta, y todo se hace más vibrante, más loco, más delicado, más libre. Es el efecto Bartoli”.
En pintura, su índice discursivo excéntrico señala, entre otros, a Courbet, a Renoir, a Van Gogh y a Francis Bacon. Sus juicios, en este ámbito, siguen siendo tan provocadores como precisos. Sollers es ágil y desenfadado para escribir. El ritmo y la temperatura de su discurso se parecen a los fraseos de un jazzman. Cada oración, cada frase, aporta novedad y frescura al texto. Logra vincular, por ejemplo, el silogismo trágico de Bacon y de Van Gogh con el concepto de la pintura entendida como “un acto de magia efímera absolutamente concentrada”.
En sus ensayos, Sollers se aproxima al tema clave sin cerrarlo. Su técnica se relaciona con el merodeo, gira sobre el asunto con su voz narrativa poliédrica alternando la taxatividad y la incertidumbre. Por momentos, echa mano a anécdotas, que siempre están impregnadas de conceptos. Por ejemplo, incluye una referida a Joyce: “Un día Crevel le muestra a Joyce el segundo manifiesto del surrealismo para saber si lo firmaría. Joyce lo lee y le pregunta a Crevel: ¿Puede usted justificar cada palabra? Y agrega que él, en lo que ha escrito, puede justificar cada sílaba”. En otros casos, Sollers usa imágenes fijas, como si fueran fotos de un momento clave, condensaciones únicas, grumos de espesa elocuencia. Hay una que muestra a Beckett en el geriátrico con su botella de whisky. Está vital y bien dispuesto meses antes de caer en su delirio final. En otra imagen se ve a Céline, en 1946, escribiendo con lápiz en sus cuadernos escolares en el cuartel de los condenados a muerte en Copenhague.
Sollers escribe sus ensayos con un estilo poroso. Su mano es virtuosa manejando oscuridades sin ser él mismo oscuro o críptico. Plantea una dialéctica precisa y osada, por momentos pirotécnica, que cohesiona con frescura su espectacular enciclopedia. Cuando define no busca cancelar, sino más bien abrir. Apuesta a la proliferación de sentidos: “La música es una manifestación de filosofía general, un arte de vivir a cada instante”. Además, su voz, de por sí plural, no es la única que aparece en sus textos, sino que la responsabilidad elocutiva está compartida: hay constantes intervenciones de otras voces. Siguiendo a Céline, Sollers cita con frecuencia. Sostiene que “el arte de la cita, aunque no se lo reconozca suficientemente, es el más difícil de todos”.
En suma, Discurso perfecto es un conjunto de ensayos de lectura fluida y amena que muestra, con claridad, el genio y la sensibilidad de un pensador siempre vigente