Una fría mañana de primavera de 1947, en Tokio, dos figuras muy distintas observaban desde las alturas de la torre de Asakusa, único edificio en pie del barrio, las ruinas ennegrecidas del que había sido el distrito de diversiones, vida nocturna y, sencillamente, “mala vida” de la ciudad. Uno de esos hombres vestía kimono y tenía 48 años, el otro tenía 23 y vestía ropa occidental, de civil, una audacia pues servía en el ejército de ocupación norteamericano y tenía prohibido “fraternizar con la población indígena” (sic).
El hombre mayor era el novelista Yasunari Kawabata, el otro el futuro escritor norteamericano Donald Richie. El “ocupante” trabajaba como redactor para Stars and Stripes, el periódico del ejército norteamericano, pero lejos de todo patriotismo sólo había buscado poner distancia con el pueblo de Ohio, donde nació y se sentía asfixiado. Ahora desafiaba el reglamento militar para conocer al que, le habían dicho, era “el mayor escritor japonés vivo” y del que sólo había conocido un cuento en traducción al inglés. Mucho más tarde iba a leer El país de la nieve, La bailarina de Izu y El clamor de la montaña.
No tenían un idioma en común. La literatura, como siempre, sirvió de vínculo y principio de una amistad. Richie pronunció el nombre de André Gide, Kawabata el de Colette; Richie continuó con el título de La montaña mágica (Der Zauberberg) y Kawabata inmediatamente dijo Thomas Mann y Tonio Kröger. Este intercambio los entusiasmó. Coincidieron en Poe, Flaubert y Zweig. Richie se animó a pronunciar Yumiko, nombre de la heroína del único cuento de Kawabata que había leído.
Richie no sabía en aquel momento que Kawabata había escrito en su juventud una novela que acataba las pautas del vanguardismo europeo, muy distinta de su obra posterior, cuya acción ocurría en ese barrio destruido; menos aun que medio siglo más tarde él iba a escribir una introducción a esa novela cuando se la tradujese al inglés: The Scarlet Gang of Asakusa, publicada en la Argentina como La pandilla de Asakusa. En su juventud, Kawabata se había mudado a ese barrio en un gesto que se quería provocador, inconformista; su novela había sido publicada en un periódico entre 1929 y 1930 y celebraba, en una narración anárquica y con un lenguaje que más tarde se hubiese llamado pop, la vitalidad del submundo que animaba el barrio.
Proust aún no había sido traducido al japonés y Kawabata no lo conocía cuando Richie lo mencionó. No podía por lo tanto asociar aquella novela, menos aun la visita presente a las ruinas del barrio, con una busca del tiempo perdido, lejana de Proust en carácter y personajes, vecina en sentimiento. Porque Asakusa ya había sido destruido por un terremoto en 1923 y cuando él escribió su novela empezaba a reconstruirse, con la energía que la marginalidad sabe desplegar contra toda normalización. Así como el Berlín creativo, decadente y cosmopolita de los años 20 fue arrasado por el nazismo, del mismo modo Asakusa empezó a decaer en los años 30, cuando surgió en Japón el militarismo que llevaría al país a la guerra, a la destrucción nuclear y sellaría el ocaso del imperio. Las bombas incendiarias de la aviación norteamericana volvieron a destruir el barrio en 1945 y esta vez no hubo reconstrucción sino mudanza: lo que había sido Asakusa ahora pasó a ser Ginza.
A Richie le llamó la atención la sonrisa con que Kawabata recorría el paisaje de ruinas que había sido el de su rebeldía juvenil. Años más tarde iba a asociar esa ausencia de todo patetismo con la disciplina budista que aconseja acatar la impermanencia de todo lo existente. El, sin embargo, iba a cultivar una permanente lealtad hacia el país que sus compatriotas habían destruido, más bien con una idea de su cultura, y dedicó seis décadas a transmitir su convicción al llamado occidente.
Tal vez más que en sus novelas, fueron en primer término sus libros sobre cine japonés, sobre Ozu y Kurosawa, los que jugaron un papel decisivo en la difusión de esos filmes fuera de Japón. Luego sus ensayos sobre distintos aspectos de la realidad y la tradición japonesa. Como una respuesta tardía al admirado Kawabata, a aquella novela de juventud que él prologó, su propia novela Tokyo Nights (2005) celebra la vida menos respetable de la ciudad en una época que el novelista mayor no llegó a conocer. Asakusa, dos veces destruido en la realidad no literaria, sobrevive en las palabras de aquellos para quienes representó la realización de deseos acaso inconfesados.
Kawabata se suicidó en 1972, a los setenta y dos años de edad, cuatro después de haber recibido el premio Nobel. Richie vivió ochenta y ocho años, más de sesenta de ellos en Japón, y murió en Tokio en 2013. Sólo había vuelto en dos ocasiones a los Estados Unidos. En su libro Different People (1967) relata aquel primer encuentro, el de un “ocupante” cuya vida imaginaria e intelectual iba a ser ocupada por el país derrotado, con un novelista aun casi desconocido por él pero cuya sonrisa ante la destrucción iba a guiarlo por el resto de su vida.