Si podemos suponer en qué momento Maradona pasó de la popularidad deportiva a la literatura argentina, tenemos aquí una instancia clave, tal vez única en su género. Y la misma fue obra de Osvaldo Lamborghini, el escritor que con la publicación de El Fiord (1969) cambió de manera radical la lengua literaria para arar una vanguardia que hasta hoy le debe su influencia, y por qué no, también la apertura de un espacio imaginario inagotable: el del habla, el de la lengua sublevada, del margen, orilla, baldío y rebelión de los significados. A su decir: la pampa de los chistes. O este malentendido que nos atraviesa.
En el prólogo a la edición de Novelas y Cuentos, César Aira anota sobre Lamborghini: “En 1980 salió su tercero y último libro, Poemas. Poco después se marchaba a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, Las hijas de Hegel, por cuya publicación no se preocupó (no se preocupó siquiera por mecanografiarla). Y volvió a irse a Barcelona, donde murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.” Osvaldo falleció el 18 de noviembre de ese año. 35 años más una semana después partió Diego Maradona.
En los párrafos que siguen, el fútbol maradonizado, pasional, se introduce en el relato, pinta un fresco de esa trascendencia en el habla popular, en el estilo argentino tan violento como mordaz, tan irónico como indolente. El “óyeme, mi oíme” de Osvaldo es el motor de su escucha literaria, la frontera hacia el futuro.
Las hijas de Hegel
Mar del Plata. Octubre de 1982
(…)
Pero me divierte contar historias, me brotan: como agua de manantial. Soy un novelista de raza, sin rubor lo confieso. También soy: El Sabio Blanco, hermano, y soy, también: el Sabio Negro. A este mundo. A Cantar.
—óyeme, mi oíme.
—hundió el sacristán la cabeza del cura entre los leños ardientes, alarido impresionante, erizar los cabellos. El cura sacó fuerzas del horror y la desesperación, pero fue más fuerte el sacristán: la cabeza, viva, se consumió entre los leños. Así murió, de horrible muerte, un cura (párroco) gandul y alcahuetón.
III
La tarde caía, soberanamente esta vez. Cojeando, según su estilo típico (era un característico), el sacristán se dirigía hacia el bar del Cholo Catanzaro para tomar su copa habitual: era un bebedor moderado, aunque esto no venga al caso, salvo para avisar —como sutilmente lo hace Shakespeare en el comienzo de Hamlet— acerca del héroe y de la pureza de sus visiones, ayunas de alcohol. Golay compró la sexta en el kiosko de Fernández, justo enfrente del bar. Cruzó la calle. Cojeando. Entró al bar y cojeó, hasta la barra. Montó ágil, ágil para su pierna y edad, en un alto taburete hexagonal, y con sus manos fuertes, poderosas, desplegó el diario: directamente se enfrascó, en la página Deportes. El caso Maradona en Barcelona no lo dejaba vivir: él estaba contra el periodismo y la opinión general. Del otro lado del mostrador, el Cholo, qué sí estaba con la opinión general (linchar a Maradona y chau), saludó al gorrón con la cabeza y, sin preguntarle nada (¡son años!), le sirvió un vaso de blanco frío de la casa. El Cholo, que honestamente, pero lo jura por su madre, la pura verdad: el Cholo, que honestamente se había prometido a sí mismo, por lo más sagrado, no tocar esa tarde el tema Maradona (en Barcelona) con el Ren-golay, va, se le pone enfrente al acercarle el vino, señala con su dedo gordo y cholo, sucio, las páginas del diario, las fotos del ídolo: va y mascando, mascando su escarbadientes de mediados de enero pasado, va y le dice al glorioso asesino impune, al Sácristan Golay:
—Con la guita que ha hecho correr ese guacho, se podría haber construido otro Hospital de Niños. Encima, va a Barcelona y hace un papelón. Encima, se la agarra con nosotros, con los argentinos, y con los periodistas: ¡una vez que dicen la verdad! Encima...
—Encima —le cortó el chorro, lívido, Mistah Ren Sácristah— encima yo te voy a poner las manos “encima”, voy a traer el cordel de gasa suave (se le escapó: es la pasión), te voy a romper la jeta (corrigió al vuelo), vení, la puta que te parió, maricón de mierda (exageraba para hacerle olvidar lo del maldito “¡si seré animal!” cordel de gasa suave), salí pa’fuera, vamos, salí pa’fuera, cagón, la concha de tu hermana, “encima”, “encima” me vas a chupar la pija “encima”, gordo culón, por algo tenés más culo que cabeza, te la debés comer doblada ahí mismo, detrás del mostrador, y el que te garcha, porque no me digas: vos sos culastrón, de paso le hace el favor a tu mujer, pobre doña Clemencia venirse a casar con un trolo como vos, y tu chongo, además, es el padre de tus hijos, además, “encima”...
A todo esto. En la trastienda doña Clemencia se había puesto de hinojos frente a Beto Bertoli, su hijo mayor, subcampeón amateur de los pesos pesados de Buenos Aires (línea Corea-Río Bravo). Doña Clemencia de hinojos frente a su hijo, que la idolatraba, para impedirle que fuera al bar y noqueara, pero noqueara para toda la eternidad, al chupaculos del cura, al maldito y arrastrado, cojo sacristán. Huelga decirlo: doña Clemencia logró su propósito. No iba, por otra parte, él, Beto Bertoli, a tirar al arroyo su incipiente pero brillante carrera profesional, desgraciándose por arrancarle la cabeza, encima, a un sacristán encima analfabeto, encima ágrafo, encima —para que se viera la catadura moral del tipejo—, que encima compraba todos los días el diario, de mentiritas encima, como los pibes, para fingir, de puro, ¿cómo decirlo? “coqueto” encima: si el pobre estaba condenado a la radio y la televisión para enterarse de la soberana, soberbia y sagrada, encima sagrada marcha del mundo, moderno cada día más, y más complejo cada día más. Y más. ¿Qué valor podía tener la opinión de un tipejo así, que al periodismo serio jamás, encima, podría acceder? Beto Bertoli lo dejó pasar. Beto Bertoli, que (encima) respetaba más a Tito Lecture que a su propio padre, lo cual es decir, y aún más: mucho decir.