CULTURA
Un poeta habla de otro

El alma neutra, diabólica

El poeta y editor Luis Tedesco escribe sobre un libro de Carlos Piñeiro Iñíguez, “Óxido y suburbio. Poesía reunida”, aparecido en 2013. “La densidad dramática, el diluvio emocional y el desborde lingüístico de estos textos nos colocan ante un hombre que ha desheredado a su progenie académica para colocarse en la frontera desesperada de la voz lastimada por el infortunio del vivir”.

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Iñíguez. Es economista, periodista, escritor e investigador de la Universidad Di Tella. | cedoc

De pronto, emergiendo del bastión erudito, equilibrado, avizor de las complejas determinaciones que acompañaron y acompañan la historia política de nuestro país, y no menos incisivo, tramando escenas, a veces realistas, por momentos humorísticas, siempre calibradas por el imperativo verosímil de su formación clásica, la obra narrativa de Carlos Piñeiro Iñíguez nos abre a espacios turbulentos y coloridos de vida cotidiana, esa que se esconde en el tugurio social de la mansedumbre porteña, también en el patetismo suburbano.

De pronto, repito, este bofetón: Oxido y suburbio. Poesía reunida, libro que incluye poemas escritos a lo largo de su vida, en especial los relacionados con su participación en la épica rockera.

La densidad dramática, el diluvio emocional y el desborde lingüístico de estos textos nos colocan ante un hombre –el poeta de este hombre– que ha desheredado a su progenie académica para colocarse en la frontera desesperada de la voz lastimada por el infortunio del vivir. “La vida es eso”, escribe, “una maldita bolsa/ llena de piedras y fracasos/ que te rompen la espalda,/ te llagan el alma,/ dejándote solo, cada día más solo,/ con polvo de cascote en cada mano”. Esos “te rompen…”, “te llagan…” no solo se dirigen a su invisible habitante interior, también le hablan al interlocutor ciudadano, a ese plural, a ese “nosotros” donde cada individuo desemboca en su soledad enmascarada de amable convivencia. “Hoy, vos y yo, estamos ausentes”… “Pierdo el tiempo/ diseñando el paseo fúnebre./ Termino consolando a los deudos/ que por un raro misterio/ somos nosotros mismos./ No me ocupo del muerto,/ el muerto somos nosotros,/ los consolados”.

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Asimismo, corresponde destacar el carácter por momentos teológico, casi profético, en el vozarrón escarmentado, estrepitoso, alucinado, de estos poemas. De algún modo recuerdan la imprecación de Job: “Perezca el día en que yo nací, y la noche que se dijo: Varón es concebido. Sea aquel día sombrío, y Dios no cuide de él desde arriba, ni claridad sobre él resplandezca… Oscurézcanse las estrellas de su alba; espere la luz, y no venga, ni vea los párpados de la mañana…” (Libro de Job, 3:3 al 9, versión de Casiodoro de Reina, 1569, revisada por Cipriano de Valera en 1602).

No hay dubitación en el monólogo de Piñeiro Iñíguez, hay “la ira que fascina”, el deseo obediente del instinto, “la tarea de matar”. No hay tierra sagrada para el vencido.

No obstante, a medida que se avanza en la lectura, el enemigo toma la forma sustantiva de lo siniestro alojado en el mandato social, en la organización que convierte al hombre en mero eslabón supérstite de sus condicionamientos. “Un conjunto de turritos engreídos/ quiere imponer/ las nuevas tablas de la ley,/ para que nuestra vida,/ no la de ellos, se ajuste a eso/ que llaman modernidad”.

Es aquí cuando el poeta, abrazado a su guitarra, estalla en desmesura lírica contra la omnipotencia patronal: “Mandalos al carajo. Renunciá./ Tratá de ser feliz…/ Todavía tenés la voz…/ Que tu éxito o fracaso/ sean caminos de distinción/ en busca del espacio abierto/ donde braman horizontes de locura”. La poesía de Piñeiro Iñíguez no necesita interpretación, se interpreta a sí misma, se enuncia y se responde porque está articulada en la incesante, y en su caso, lacerante conexión entre sensación y pensamiento; solo en la gran poesía el contrapunto de los contrarios –bien y mal, verdad y mentira, amor y odio y un sorprendente etcétera– se vincula en sublime lucha contra la opacidad, “el error de la materia”.

Sumo mis conjeturas a las de Gabriel Sánchez Sorondo: “La poesía de Óxido y suburbio, oscilante, áspera y accidentada, no pretende comunicar la inmaculada e inhumana verdad, sino la cenagosa y dolorosa torsión de la vida sumida en el desperdicio”. El ser humano es materia, materia oxidada, recluida en un suburbio donde “Los nuevos señores,/ los nuevos dueños del barrio,/ ya llegaron./ Son los que te dicen: “Mirá, muchacho, te voy a enseñar algo,/ no para que dejes de ser pobre,/ sino para que tengas mejores modales”.

Lo político, el maleficio social, se añade a la desintegración subjetiva provocada por la ruptura del encuentro con lo divino, “como si Dios en ruinas/ se acomodara entre nosotros,/ rabioso competidor de sí mismo”. Habitada por un dios en ruinas, a la materia humana solo le queda enloquecer de dolor, oxidarse con los relámpagos marchitos del cadáver trascendente, y, no obstante, cantar, buscando la aparición de algún milagro, “escupiendo verdades, tallando cicatrices… para sobrevivir en un tiempo que dejó de ser nuestro”.

Un paisaje: el suburbio, conurbano bonaerense, el “arrabal amargo metido en mi vida”, como escribió el gran Celedonio. Una escena: el escalofrío mítico de la pobreza y el vacío interior que rockea avalanchas del milagro entre el humo del basural contaminado. Con estos sinsabores Carlos Piñeiro Iñíguez construye su poesía, cuya densidad semántica denuncia el alma neutra, diabólica, de los patrones del sentido.