Cuenta Borges que una vez refirió a Macedonio Fernández la historia china de aquel hombre que tras soñar que era una mariposa, se despertó y no supo ya si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. A mí me fascina, como sin duda fascinó a Borges, la soberbia reacción de su amigo: “Macedonio no se reconoció en ese antiguo espejo y se limitó a preguntarme la fecha del texto que yo citaba. Le hablé del siglo V antes de la era cristiana y Macedonio observó que el idioma chino había cambiado tanto desde aquella fecha lejana que de todas las palabras del cuento la palabra mariposa sería la única de sentido no incierto”. Es soberbio el desdén; pero es, también, me parece, y por así decir, filosófico, y de una gran humildad, muestra de una conciencia aguda de lo indigente que puede ser el conocimiento de los hombres acerca de los asuntos de otros hombres. Curiosamente, ambas cualidades, aunque contradictorias, también suelen presentarse juntas en las enseñanzas de maestros del Tao como Chuang Tzu, el autor de la historia que Borges trataba de hacer admirar a Macedonio y en la que quería que él se reconociese.
De la anécdota se desprenden dos actitudes hacia la traducción enteramente opuestas: la primera, circunspecta, incrédula, rechaza hasta la desesperación la posibilidad del traslado de una lengua a otra, de una cultura a otra, de una época a otra; la segunda, la de Borges, optimista y entusiasta, es capaz, incluso en la más negra ignorancia del chino (o del árabe o del hebreo o del sánscrito), de deleitarse o instruirse en la lectura de textos traducidos de esas lenguas. Es esta última actitud la que caracteriza abiertamente a Javier Calvo, autor de El fantasma en el libro, único ensayo sobre traducción que conozco que no cae en la tentación de comentar ni siquiera de citar la italianada aquella (como diría Macedonio) de Traduttore, traditore. Imaginamos que para Calvo, como para Borges, hay en la célebre historia de Chuang Tzu otras palabras, si no de sentido menos incierto que el de “mariposa”, por lo menos lo suficientemente aproximado como para darnos la ilusión, en el doble sentido de la palabra, de haber adivinado al conjunto algún significado interesante. ¿Quién, chino del siglo V o español del XXI, no intuye más o menos lo que es en ese apólogo el “sueño”, el “despertar”, el “no saber”, y en definitiva, un “hombre”?
Javier Calvo, buen escritor y uno de los más hábiles y productivos traductores actuales de literatura en inglés, aunque tal vez comparta en el fondo de su alma la reserva de Macedonio (al fin y al cabo sabrá, como todo buen traductor, que la tarea que ha escogido como oficio es desde el vamos imposible), parece decididamente inscrito en la línea optimista y entusiasta de los que confían, al contrario, en que algo del aura de las buenas obras literarias termina siempre, como por milagro, sobreviviendo a las peores traducciones.
El fantasma en el libro es una apología de la traducción. Una apología que para empezar, da pruebas de ello trazando una rápida historia del género que no teme hablar de Cicerón y de Wycliff y de san Jerónimo como de colegas con los que se pudiera discutir, cerveza mediante, sobre a cuánto estaban últimamente traduciendo la página. La apología es discreta, sin embargo. Sobre todo porque antes que los traductores, lo que se reivindica es la traducción. Y luego porque en vez del alegato, de la proclama, elige generosamente la pedagogía: esclarecer con la mayor honestidad posible la naturaleza de tan antigua y hoy omnipresente actividad es la primera finalidad del libro. Y además de su historia, desde los romanos o griegos alejandrinos hasta la actualidad, en la que un capítulo especial ataca las complejas relaciones entre España y América Latina, brinda un panorama de lo más esclarecedor de los tipos usuales de traducción literaria, desde la autotraducción o el subtitulado hasta los fenómenos recientes de la traducción automática y la fantraducción. Javier Calvo no se priva, con todo, de reivindicar también a los traductores. Pero lo hace colocándose tan lejos del tono plañidero (típico en tantos oficios puestos hoy tristemente en jaque por la mundialización) como del tono de barricada de quienes querrían que el nombre del traductor substituyera casi al del autor en la tapa de los libros.
La alegría, la levedad, tal vez la ironía, con que resume a grandes rasgos la historia europea de la traducción y traza en firmes caracteres el panorama actual del oficio; la piedad con que evita las abstrusas oquedades que nos abruman en tantos tratados apocalípticos y académicos sobre el tema (la voz “traductología” también brilla por su ausencia en El fantasma en el libro); la calma con que enumera las causas y las presumibles consecuencias de la degradación real del oficio de traductor literario; la sensatez de las soluciones que tímidamente propone para detener esa degradación; todo ello da en definitiva, a quien lo lee, la impresión, rara en el mundo hispánico, de una fe consciente y franca en el futuro de la traducción y de los traductores, es decir en el futuro del literatura, de la comunicación, del espíritu.
En el contexto del inminente (y en todo caso necesario) debate legislativo –en la Cámara de Diputados– del proyecto de Ley de Traducción Autoral propuesto por un colectivo de los del oficio y apoyado por varias personalidades de la cultura (véase el sitio <http://leydetraduccionautoral.blogspot.fr/>), El fantasma en el libro es una ocasión perfecta para meditar en el asunto.
Como reza la solapa del libro, Calvo ha traducido obras de autores como E. Pound, W. H. Auden, D. Foster Wallace, J. M. Coetzee, Don DeLillo, Joan Didion, S. Rushdie, Zadie Smith y Peter Matthiessen. Termino de escribir estas líneas y me pongo a leer sus últimas traducciones: American Somoke. Viajes al final de la luz, de Iain Sinclair (Alpha Decay, 2016), el peligroso Manual revisado del Boy Scout de William S. Burroughs (en el que los argentinos podremos ver una mezcla extraña de Macedonio Fernández con Remo Erdosain), y esta otra rareza, que sospecho hará de Javier Calvo el Casiodoro de Reina de una de las felices herejías de nuestro tiempo: El libro de la ley, biblia del impresentable y fascinante Aleister Crowley, conocido alguna vez como la Gran Bestia y el Anticristo. Ambos libros acaban de salir en Madrid por editorial La Felguera, el segundo en una inquietante edición limitada de 777 ejemplares.