E l futuro acecha a la vuelta de la esquina, pero la tradición insiste. En esa tensión temporal anida la historia completa de nuestros desvelos. Intentando huir de un pasado que nos aprisiona miramos esperanzados hacia el horizonte. Sin embargo en el eterno más allá no nos espera el cumplimiento de la promesa: lo nuevo estalla en los intersticios. Es en las fisuras, en los márgenes, en esos lugares impensados que está lo que buscábamos sin saberlo: lo que nos estaba destinado desde antes de que lo intentáramos. Cuando se produce el encuentro creemos que el destino se ha cumplido. En la muestra La celebración de la materia, el color y la forma, Silvia Gurfein exhibe lo que encontró en su eterna fuga: el instante en el que lo inmaterial se convierte en objeto.
Hay en Gurfein una preocupación que insiste (pero insiste de formas diversas): qué es (y cómo) ser artista. Cómo hacer arte. Qué significa lo que hago. Qué dice del mundo (lo que hago). Cómo se hace para que el mundo quepa en esta pintura, en este objeto, en esta idea. ¿Hago mundo o el mundo me hace a mí para que lo haga a él? (Y así ad infinitum). No es casual, entonces, que su obra sea un resto: lo que queda.
Gurfein es una arqueóloga que trabaja con ruinas: los restos del naufragio del sentido. Cuando todo parece haberse esfumado, derretido, consumido, aún quedan las cenizas, las brasas, los fragmentos, los desechos. Con ese material Gurfein construye su mundo. La escena de la pintura vista irónica y amorosamente a la vez. Ya no se puede ser tan ingenua como para pintar sin saber, pero se puede estar tan enamorada como para pintar como si no se supiera.
Desde que Gurfein comenzó a pintar guarda al final del día lo que quedó de la pintura que usó durante la jornada de trabajo. Ese resto de óleo se va acumulando sobre una tela, puesto allí sólo como recuerdo del trabajo realizado. Día tras día el sedimento crece. El sedimento guarda (bajo otra forma) la memoria de las pinceladas que hicieron los cuadros de los que no formó parte. El sedimento es un documento.
Ese registro se constituye con lo que no formó parte de lo realizado: es un fantasma productivo. No está en lugar de la obra, pero la memora. Es la remembranza difusa de que Gurfein pintó sus obras. Con esos desechos, con esos documentos inasibles, ahora produce un canto (entre escultura, instalación y objeto) de las pinturas que hizo (y de toda la historia de la pintura que ya fue). La escala es pequeña. Lo humano se reduce al tamaño de los pequeños muñecos articulados que sirven a los artistas para simular las posiciones del cuerpo. El arte visto como simulación nos muestra que algo esencial de nuestra cultura reside en los restos que nos deja.
En el desecho está la promesa de lo que no fue, pero podría haber sido. La muestra construye el museo mínimo de las obras que no existen, pero que podrán ser: pone en escena ese entramado de tiempos que construyen nuestro presente con los fantasmas de los tiempos que no están ahora. Gurfein es una hechicera que gusta de trastocar los sentidos: sus pinturas abstractas traducen al lenguaje geométrico las figuras –y hasta sonidos– que le apasionan (como cuando un matemático traduce a una fórmula una ley física) y sus objetos y mini-instalaciones son figuraciones espaciales de operaciones mentales abstractas. Sus obras no son completamente figurativas ni completamente geométricas: son el sinuoso camino entre las posibilidades. Lo suyo es el arte del pasaje.