Casi medio millón de muertes. La mayoría de los estudios coinciden en ubicar alrededor de esa cifra la cantidad de vidas que se llevaron los dos picos del conflicto entre Chechenia y Rusia. La destrucción de poblaciones enteras y la profundización de enfrentamientos étnicos fueron y continúan siendo consecuencias de uno de los principales focos de conflicto bélico que tuvieron lugar en el marco de la ex URSS. Ese es el contexto en el que el brasileño Bernardo Carvalho sitúa la acción de Hijo de mala madre, su nueva novela.
Entre bombas y campos de refugiados, escombros de edificios destruidos y la omnipresencia de la muerte, uno de los principales exponentes de la narrativa brasileña contemporánea desarrolla una historia en la que los lazos familiares, la memoria y el amor se encuentran y desencuentran, poniendo en cuestión la noción de patria, tanto aquella delimitada por la institucionalidad y las fronteras geográficas como la patria chica, ese espacio configurado en la mente del individuo, donde su familia, su infancia y su barrio configuran una idea similar a la de nación, pero privada.
Bernardo Carvalho cultiva una prosa seca, precisa y sin estridencias, que remite a la famosa teoría de Hemingway según la cual la escritura debe ser como un iceberg, que deja ver apenas el extremo superior de algo mucho más denso, oculto por debajo del manto de la palabra. Los divinos perdedores, la paradoja de la supervivencia autodestructiva del hombre y el pesimismo como modo de resistencia aparecen en la narrativa de Carvalho como ideas fuerza.
Sin embargo, no estamos frente a textos tristes o melancólicos, propios de un posmodernismo sin anhelos, sino que queda habilitada la esperanza en un mundo más amable a través de la figura materna.
El origen de la novela tiene algo de casual: “Un productor de cine de San Pablo, Rodrigo Teixeira, propuso a algunos escritores brasileños pasar un mes en cualquier capital del mundo para escribir una historia de amor, que tendría la ciudad como telón de fondo –explica el autor–. El proyecto se llamó Amores expressos. El me pidió que fuera a San Petersburgo. Mientras leía sobre Rusia, los personajes principales comenzaron a imponerse con cierta urgencia, como las dos caras de una misma moneda que pone al nacionalismo en cuestión, en tanto los personajes sufren un destino trágico por la misma razón nacionalista que confrontaba a uno con otro. Luego leí sobre el Comité de Madres de Soldados. Entonces, el personaje de la madre completó el triángulo. Luego se fue desarrollando en varias madres, como un caleidoscopio. Y la historia de amor ganó otra dimensión, más compleja y polisémica”.
Los lazos familiares puestos en cuestión ya habían aparecido en textos anteriores de Carvalho. Si se puede decir que los escritores tienen obsesiones y vuelven de modo recurrente a algunos tópicos, la relación entre padres, madres, hijos y hermanos ocupa ese espacio en la obra del carioca: “Siempre he tratado de negar los lazos familiares, tanto en la vida personal como en los libros. Pero, para bien o para mal, la familia es el primer puente que nos conecta con el mundo y que define gran parte de lo que somos o seremos. La familia es inevitable. Incluso en ausencia, sigue siendo inquietante. Lo que me pareció interesante en este libro fue revertir la lógica de los roles familiares y pensar en el amor de la madre, este amor en principio absoluto e incondicional, de forma algo contradictoria, como un elemento que no es lo contrario de la guerra. Es este amor que también aparece en los clanes y naciones, que hace sentir que la vida del propio hijo vale más que la del hijo del vecino. Lo más sorprendente desde el punto de vista político en el Comité de Madres de Soldados es que, a partir de la lucha por sus propios hijos, tienden a comprometerse en la lucha por los hijos de otros. No es casual que Putin las considere una amenaza: no puede haber guerra si las personas creen que la vida de otros vale lo mismo que la propia. Eso pone en peligro la idea de nación”, analiza Carvalho, que fue corresponsal en París y Nueva York del emblemático Folha do São Paulo y que tradujo al portugués parte de la obra del santafesino Juan José Saer.
Carvalho es dueño de una obra extensa, con unas 12 novelas publicadas, como Teatro y Nueve noches, ambas de reciente edición en Argentina. En todas ellas, su narrador hablaba desde la subjetividad de la primera persona. “Como la intención del productor era transformar la novela en una película, sentí el impulso de narrar en tercera persona, algo que nunca había hecho antes en una novela.
Siempre me había parecido una convención demasiado artificial, como si una compleja ambigüedad de la novela quedara oculta. El narrador en primera persona habilita un juego de espejos entre autor, narrador y personaje que siempre me ha interesado. Pero pronto me di cuenta de que el narrador podía adoptar la mirada del espectador de cine, lo que me dio una libertad sin precedentes”, señala este escritor nacido en Río de Janeiro en 1960.
Cuando se le pregunta por su mirada de la actualidad cultural del Brasil, asegura que “sigue siendo un país de analfabetos. La alta burguesía brasileña debe ser una de las más ignorantes en el hemisferio occidental”.