Allá lejos y hace tiempo, aparecer en un suplemento cultural o en una revista literaria otorgaba al escritor una notoriedad para nada desdeñable: era casi un signo de “haber llegado”, un verdadero “acontecimiento” a partir del cual las ventas se triplicaban y empezaban a surgir las convocatorias, las conferencias, los cócteles, las ofertas editoriales y, con suerte, también las groupies.
El listado de ejemplos es interminable. Por poner alguno, está el caso de Fogwill o los hermanos Lamborghini, que encontraron alguna popularidad y legitimidad en el suplemento Tiempo y Cultura, del viejo Tiempo Argentino de Raúl Burzaco; o el del poeta hoy redescubierto Francisco Gandolfo, que tuvo su lugar en el de La Opinión, de Jacobo Timerman, donde obtuvo cierta fama.
En la actualidad, sin embargo, las cosas son diferentes: lograr un artículo generoso podría constituirse, en todo caso, y a lo sumo, en signo de “haber empezado”, y a veces ni siquiera de eso. Hoy los canales de legitimación parecen ser otros, y quizá resulte más provechosa la mención de algún periodista semiágrafo de la revista Susana que la crítica deleuzeana o derrideana de un reseñista trasnochado que todavía se sigue tomando las cosas demasiado en serio y analiza las “máquinas deseantes” como si aún estuvieran esos lectores ochentosos que quisiesen conocer sus engranajes, o recurre en todo caso a lo seguro, a lo que siempre “garpa”, el “deconstruccionismo”, acaso menos por la pertinencia del método que por problemas personales de autoestima o inseguridades.
Todavía, sin embargo, “pegar una reseña” suele causar pequeños ataques de importancia: vanidades tuiteras, ostentaciones en Instagram, y entre los escritores con frecuencia se tejen muchas sospechas que devienen mitos, máxime en relación con el criterio de selección de las notas o entrevistas y a los eventuales arreglos comerciales con ciertas editoriales, aunque por supuesto nunca faltan las ya tradicionales acusaciones de “amiguismo” o las estrafalarias teorías conspirativas.
De todo esto, y desde luego también del estado actual del periodismo cultural, dialogamos en PERFIL con los principales editores de suplementos, durante los escasos huecos libres de sus agendas, pues lo primero que hay que decir es que se trata de gente muy ocupada, con cuentas de correo a full, ante las que cada semana pesa la misma amenaza: naufragar en la marea de acontecimientos culturales y de libros que se acumulan en las redacciones esperando algunas líneas piadosas que justifiquen su existencia.
Vayamos al primer tópico: el de los criterios de selección. La mayoría de los editores, en este punto, coincide en señalar que, prioritariamente, están las notas de “agenda”: la ineludible muestra de arte de la semana, una feria de libros, una visita inesperada o ese libro del que hay que hablar, o alguna eventual polémica de la que es menester hacerse eco. “La gestión cultural se convirtió en un oficio que dejó sin agenda propia a los suplementos”, dice Matilde Sánchez, editora de Ñ y ex editora del histórico Tiempo y Cultura.
Sin embargo, frente a esa sobredosis diaria de coyuntura, la mayoría encuentra su punto de fuga en lo inactual o lo marginal: disfrutan exhumando autores olvidados o aprenden el arte de hurgar entre el detritus con la esperanza de hacerle justicia a alguna gema ignorada.
Así sucede comúnmente con Alejandro Bellotti, editor de este suplemento, que cuenta que trata de “no dejarse arrastrar por las necesidades del mercado”. Pero también ocurre con Claudio Zeiger, editor del suplemento Radar de Página/12, para quien se trata de “una búsqueda un poco más sutil de lo inesperado, como darle relieve a un rescate o algo que no está tan en la superficie de la trama de cultura y espectáculos”, y en esa misma línea se expresa Matilde Sánchez: “Si bien un suplemento, al estar inmerso en un diario, reflejará el mercado (y cuanto más masivo, más se ve obligado), pierde su razón de ser si no refleja los márgenes, lo naciente, las fuerzas más genuinas”, dice. “Si te fijás, tanto los espacios de arte off como las pequeñas editoriales han crecido por el apoyo y el lugar que les han dado las páginas culturales”, y da el ejemplo de la mítica revista en la que colaboró: “Fue Babel, en los 80, la que tempranamente puso en un lugar central a César Aira mientras los diarios, que no modernizaron su visión de la cultura hasta bien entrados los 90, seguían consagrando autores que hoy carecen de significación”.
Raquel San Martín, editora del suplemento Ideas, de La Nación, describe cuál es el lugar elegido. “Nosotros pensamos que ‘cultura’ quiere decir ‘significados sobre el mundo’, una definición que para las ciencias sociales es casi obvia, pero para nada lo es en el periodismo cultural”, dice. “Entonces, si un libro, un autor, una obra de arte, una reflexión académica, una serie de TV, una tendencia en las redes sociales sirven para pensar la época en la que estamos, para iluminar las experiencias de los lectores y darles argumentos para sus conversaciones, debería tener lugar en el suplemento”.
Periodismo cultural. En los últimos años, y debido, en parte, a las nuevas posibilidades de comunicación que se han habilitado a partir de internet, el periodismo cultural, como también los otros, ha sufrido una serie de transformaciones que generan nuevas dificultades y desafíos o exacerban viejos conflictos.
En lo que concierne a los colaboradores y redactores de planta, a la cuestión económica –Matilde Sánchez habla de redacciones “subpobladas y precarizadas”; José Heinz, del suplemento Ciudad X de La Voz del Interior, señala que “las colaboraciones externas no siempre son bien pagas y eso hace resentir el producto”– se le añaden otras de índole más personal, como la propia necesidad del reseñista “de ocupar un lugar en el mercado literario –Constantino Bértolo dixit– y la obligación, por tanto, de producir mercancías, críticas, con valor de cambio para sobrevivir en el duro juego de la oferta y la demanda cultural”.
En este contexto, como señala Matilde Sánchez, hay escritores o periodistas que construyen su reputación exagerando las fallas de un libro o la pobreza conceptual de una muestra, y otros que, por el contrario, tienden a la reseña friendly, y sobre todo cuando se trata de libros de las mismas editoriales donde luego publican, en cuyo caso “la sustancia crítica se desvanece”, dice Bellotti, y algo parecido sugieren José Heinz y Raquel San Martín.
A Zeiger, en cambio, le preocupan más otras cuestiones. “Quienes se inician en el periodismo cultural suelen tener la misma actitud de “pensarse a sí mismos (inconscientemente, quizá) como en tránsito hacia otra cosa”, dice, y agrega que “eso da un tono un poco ‘descomprometido’, por decirlo así, como falto de pasión. Hablo de un tono general, con las excepciones que finalmente son las de los que llegan”.
Ahora bien, además de lo anterior, hoy en día el periodismo cultural parece atravesado por otras dificultades más profundas: la crisis del concepto de autoridad, por ejemplo, que según Raquel San Martín pone en riesgo la propia idea de crítica. “Hoy circulan recomendaciones y valoraciones de todo tipo sobre los productos culturales, sobre todo en las redes sociales, que están dejando la crítica clásica confinada a un público muy pequeño”, dice, y sugiere que “el desafío es transformar nuestros espacios de crítica (literaria, artística) en una especie de ‘servicio calificado’ para lectores o ‘curaduría de contenidos’”.
Matilde Sánchez, por su parte, también se refiere a la “enorme competencia” que existe en géneros como la reseña, pero además advierte una “inseguridad crítica” que atribuye a varias causas: “Ya no hay un discurso crítico dominante, tampoco hay un panorama de autores únicos indudables, e internet ofrece un abrumador panorama de opinión, que goza de una mayor aura de autenticidad”, afirma.
Sin embargo, pese a todo, para Bellotti nuestro país sigue estando a la vanguardia del periodismo cultural en Latinoamérica. “Pienso en México, donde el Estado invierte mucho dinero en cultura y muchos diarios son poderosos, pero ostentan secciones culturales raquíticas”, dice (no obstante agrega que le hubiera gustado trabajar en los 60 o los 90 cuando, según le contaron editores de entonces, se podía viajar a entrevistar a tal o cual autor, o cubrir algún evento relevante, “para de ese modo escapar del vicio endogámico”).
Legitimidad. Como se dijo al principio, en otras épocas la aparición en un suplemento implicaba, para escritores y artistas, un golpe de suerte casi arltiano: una posibilidad cierta de emerger del maremágnum de Silvio Astier que, cada año, elige cultivar el vicio del arte; pero, ¿qué ocurre hoy? ¿Hasta qué punto un suplemento valida una obra? Entre los editores aún hay una mirada optimista, aunque la mayor parte de ellos matiza con algún adversativo.
Para Zeiger, los suplementos continúan siendo una instancia de legitimación, pero ya no otorgan, necesariamente, un “prestigio intocable”. En esa dirección, Matilde Sánchez afirma que, si bien todavía siguen creando un consenso sobre una obra, “ese consenso es cada vez más breve en el tiempo, y la legitimidad llega con el tiempo, al saberse cuáles son los libros y autores que perduraron, lo cual depende sólo a medias de su valor”. Además, según la editora de Ñ, hoy los suplementos hacen otras cosas: “Las reseñas, de hecho, ocupan cada vez menos espacio, porque el lector cambió. Necesitás cada vez más un autor consagrado para las piezas extensas; el interés del texto o el tema en sí ya no lo sostienen”.
Quizás el más convencido sobre el potencial legitimador de un suplemento es Alejandro Bellotti. “Contrariamente a lo que ocurre con otras secciones, por caso Turismo, la legitimación se sigue dando en los suplementos culturales (o publicaciones especializadas), no en otro espacio”, dice, y desarrolla la comparación: “El periodismo de viajes (o Turismo) fue modificando su lógica, penetrando las redes sociales o explotando el periodismo de autor, que son los blogs. Existen excepciones, pero por lo general los que atienden el periodismo turístico en sus blogs, Twitter, Facebook, etc., suelen escribir muy mal: no son originales, reproducen gacetillas publicitarias o apuntes de almanaque”, a pesar de lo cual, agrega, “prendieron rápidamente en las necesidades de muchos usuarios que no buscan leer una buena crónica sino recomendaciones de consumo rápido, del tipo ‘dónde comer’, ‘qué hacer’, ‘cuánto gastar’. Una pandemia de tips, digamos. El periodismo cultural requiere otro compromiso con el texto y conlleva un saber que no puede levar mientras el café se templa en la hornalla y se escribe la nota de ocasión”.