CULTURA
LEER EN TIEMPOS DE NETFLIX

En busca del lector perdido

¿De qué hablamos cuando hablamos de “crisis de la lectura”? ¿El conflicto es que se está leyendo cada vez menos o hay algo más? ¿Se trata de un problema solo de los jóvenes o adolescentes, como se suele creer? Reflexionamos sobre estas cuestiones y sobre la incipiente política de lectura que piensa implementar el Gobierno a partir de la opinión de distintos especialistas.

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Leer en tiempos de streaming. | pablo temes

Usualmente, y ya desde hace varias décadas, cada vez que se habla de la lectura se habla, casi por añadidura, de la crisis de la lectura, del mismo modo que cuando se habla de educación se termina hablando ipso facto de la crisis de la educación. Ya es imposible disociar una cosa de la otra, y en ambos casos el malentendido es el mismo: el problema se suele circunscribir (y endilgar) a una franja etaria, la de los adolescentes –los adultos son todos lectores de Proust y Deleuze, lo sabemos–, y sobre todo a los que tomaron la decisión de provenir de barrios populares y cuyos méritos no fueron suficientes para devenir emprendedores exitosos. El sentido común, el das man heideggeriano, normalmente atribuye la decadencia de la cultura letrada, y de la modernidad misma, nada menos, a las nuevas generaciones, a pesar de que los datos –elemento soslayable, por supuesto, en épocas de posverdad como la nuestra– nos vienen diciendo otra cosa. Por ejemplo, de acuerdo a la última encuesta de consumos culturales que se hizo en el país –la que elaboró Sinca en 2017–, los niños y los jóvenes no leen tanto como antes, es cierto; pero los adultos leen menos aún. Solo un 41% de quienes tienen entre 30 y 49 años leyó –o dijo haber leído– al menos un libro al año, cuando en el relevamiento anterior, el del año 2013, ese porcentaje había sido del 57%.

Por supuesto, no vamos a desconocer que una parte de esta caída se explica por el derrumbe del mercado interno y la industria del libro que se produjo en los últimos años. En contextos de recesión los niveles de lectura siempre disminuyen –el libro pasa a ser un bien suntuario–, máxime si las políticas públicas de promoción de la lectura brillan por su ausencia, como ocurrió durante la gestión de Cambiemos.

Sin embargo, y así como no se puede reducir el problema a los adolescentes –ni a la escuela, por lo tanto–, aunque los distintos estudios y las políticas de lectura focalicen, y está bien que así sea, en ellos, tampoco conviene reducirlo a variables económicas, o solo económicas. Se trata, en todo caso, de un fenómeno multicausal que se advierte hasta en países que tienen una economía más o menos sólida, como es el caso de España, según los informes que viene publicando la Federación de Gremios de Editores de ese país.

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Pero incluso podemos ir un poquito más lejos y aventurar que lo más alarmante de esta situación ni siquiera está en la dimensión cuantitativa. Los números van y vienen (son, en ese sentido, como el dinero y el amor en su versión mercantilista) y es probable que en los próximos años se vuelvan a leer y a comprar más libros; la verdad es que no lo sabemos, y seguramente tardaremos bastante en saberlo, dado que el sector cultural argentino produce datos y estadísticas con muy poca regularidad. “Si bien tenemos algunos datos sobre los niveles y las prácticas de lectura a nivel nacional, lo cierto es que los relevamientos son limitados y muy irregulares”, dice Alejandro Dujovne, doctor en Ciencias Sociales e investigador del Conicet. “Quienes estudiamos las prácticas culturales, sociales y económicas en torno al libro y la lectura en el país y buscamos compararlas con otras realidades nacionales nos enfrentamos a un déficit de información que nos dificulta avanzar en una comprensión compleja de los hábitos de lectura y de sus cambios en el tiempo”.

Lo que sí se puede decir, a pesar de que no es algo medible a través de encuestas, es que hay algo más de fondo, cualitativo, que parece estar en crisis, y es el modo en que se está leyendo. Paradójicamente, estamos en un mundo sobresaturado de signos, de significantes, donde tal vez ya no se puede decir que se lea sino que no se puede dejar de leer, de (su)poner textos –“y sobre todo allí donde no hay nada escrito”, como dice el escritor y psicoanalista Héctor Mauas en un libro que se publicará en marzo por Azul Francia–; pero donde todo, y he aquí lo aterrador, se empieza a leer de la misma manera. No importa que se trate de una novela, una poesía, una noticia o la entrada de un blog. En todos los casos el abordaje suele ser el mismo, a saber: una lectura instrumental que, como diría Jitrik, soslaya “la letra”, o que pasa por alto las particularidades estilísticas y retóricas de los textos para ir en busca del contenido, como si el discurso fuera transparente, o aséptico, y careciera de importancia. Los ojos entonces hacen un “barrido”, se detienen en alguna palabra clave, “leen” –por así decir– lo que les interesa y finalmente huyen, como si intuyeran un peligro en la permanencia y aplicaran a la realidad –siguiendo una lógica mcluhaniana– el montaje vertiginoso de algunas series de Netflix.

Desde luego que estos modos de leer, a cuya expansión contribuyen mucho las nuevas tecnologías, pueden ser útiles para muchas cosas: no les vamos a negar la eficacia que revelan, por ejemplo, a la hora de extraer algún dato puntual en Wikipedia, o cuando se quiere entender de forma rápida el conflicto central de una noticia.

El problema se da cuando se pretende aplicarlos, como sucede a menudo, a textos más complejos, lo que suele dar como resultado que el lector no pueda diferenciar cuando un autor está adoptando una postura o una hipótesis frente a una quaestio controvertida y cuando, por el contrario, está intentando transmitir un saber sobre el que hay cierto consenso en alguna comunidad académica –esto pasa con frecuencia en los alumnos de nivel terciario o universitario–, o que no pueda hacer inferencias mínimas en textos literarios, que es lo que vienen mostrando las famosas pruebas PISA –en la última pasó lo que venía pasando: hubo más de un 50% de los estudiantes que no pudo comprender un texto muy simple de Cortázar–, más allá de las críticas, razonables, que se le puedan a hacer a su metodología.

De lo que se trata, entonces, no es tanto de poner compulsivamente los libros al alcance de la gente –aunque eso nunca está de más–, sino de “mejorar la calidad de los lectores”, o de la lectura, como dice María Teresa Andruetto en La lectura, otra revolución (Fondo de Cultura Económica), y para ello no hay otra opción que operar sobre los mediadores –docentes, bibliotecarios, entre otros–, que son quienes pueden operar, a su vez, sobre los modos de leer que requieren los textos más complejos.

Es claro que la situación –y ojalá algún día huelgue decirlo– no se va a resolver con eslóganes como esos que usualmente lanzan las campañas de lectura a partir de una retórica desgastada desde la que afirman que el libro nos va a venir a solucionar todos los problemas, o que de mínima nos hará mejores personas. “Los eslóganes o metáforas persuasivas acerca de las bondades de la lectura, acerca de la belleza, son nada más que eso: eslóganes, de cierta clase media dominante o burguesía cultural que valora y a veces sobrevalora al libro y la lectura”, dice el doctor en Letras Gustavo Bombini (UBA/Unsam), quien coordinó el Plan Nacional de Lectura que se implementó durante la gestión de Filmus en el Ministerio de Educación Nacional. “Cuando leemos literatura leemos lenguaje, y leemos una versión archisofisticada del lenguaje, con lo cual la lectura de textos literarios amerita un recorrido, una complejidad, una enseñanza. No es meramente ‘el placer de la lectura’ lo que se enseña, sino en todo caso una comprensión compleja, retórica, de diversa índole, que supone acompañamiento, que supone un saber que un maestro o profesor pone en juego”.

En este sentido, el autor del ya clásico Reinventar la enseñanza de la lengua y la literatura afirma que en un Plan Nacional de Lecturas como el que acaba de lanzar el Gobierno la centralidad tiene que estar puesta más en los lectores, en los estudiantes, que en los distintos actores de la industria del libro, dado que se trata de un plan que está bajo la órbita del Ministerio de Educación, y no del Ministerio de Cultura.

Así, por suerte, lo piensa también Natalia Porta López, coordinadora del Plan, que viene trabajando desde hace más de veinte años en la promoción de la lectura desde la Fundación Mempo Giardinelli, de la que es directora. Por eso, y según nos adelantó, el énfasis estará puesto en las escuelas, en los institutos de formación docente y en los distintos mediadores de lectura. Aunque también, y teniendo en cuenta el contexto, se buscará contribuir a la reactivación de la industria del libro, algunos de cuyos números, de acuerdo a los informes de la CAL (Cámara Argentina del Libro), son similares a los que hubo en los años posteriores a la crisis de 2001. En los últimos cuatro años, por ejemplo, la cantidad de ejemplares producidos –tal vez la variable más indicativa de la salud del sector– se redujo a la mitad.

Por eso entre los editores y escritores la expectativa por el lanzamiento del Plan y la vuelta de las compras estatales no es poca. Para el escritor Horacio Convertini, “el fomento de la lectura, sobre todo en chicos y adolescentes, es fundamental como estímulo para la creatividad y el pensamiento crítico”, pero también “para mantener viva a la industria editorial argentina, de la cual comen muchas personas, incluidos los escritores. En el último tiempo hubo editoriales grandes que necesitaron de partidas de sus casas matrices del exterior (mientras reducían personal y sus planes de publicación), editoriales medianas que cerraron o se achicaron y editoriales independientes que la bancaron como pudieron, seguramente porque tienen más de vocacional que de negocio”, dice.

En esa misma línea, la periodista cultural Cristina Mucci, que ya lleva más de treinta años al frente de Los siete locos, celebra el relanzamiento del Plan Nacional de Lecturas, pero también la entusiasma otra cosa. “A mí lo que me parece realmente muy novedoso es lo que anunció Alberto Fernández cuando dijo que en la pauta publicitaria se van a distribuir contenidos culturales y educativos. Entonces, más allá de que hay que legislar la pauta del Estado, que es un tema que nunca se llegó a legislar, esto es algo que me parece muy positivo”, dice, y agrega que “lo que hay que hacer es buscar formas atractivas y tratar de que se sume la mayor cantidad de gente posible, y si no se suma mucha que se sume la que se pueda sumar. Los argentinos tenemos una gran tradición de pueblo culto y lector; hay que apelar a eso. Y bueno, se conseguirá lo que se pueda conseguir, que siempre va a ser más que si no se hace nada”.

Lo que esperamos, y ojalá por una vez lo tengan en cuenta, es que los anuncios de la pauta no se reduzcan a un conjunto de eslóganes que sobrevaloran la lectura, como en general, y paradójicamente, hacen quienes no leen. La lectura no le va a salvar la vida a nadie. En todo caso, puede contribuir a que entendamos un poco mejor la realidad –afectiva, económica, política, social– en la que vivimos, o en la que creemos estar viviendo –algunas lecturas, como la de Philip Dick, también nos pueden suscitar una duda metafísica–, y eso debería ser un argumento suficiente para generar algún interés en el libro.

 

Un mundo de deslenguados

Jorge Larrosa*

Desde hace algunos años en la escuela las palabras parecen convertirse en “unidades de información”, el discurso en “uso de la lengua”, la conversación en “comunicación oral”, el texto en “contenido”, las capacidades humanas de leer y escribir en “competencias de codificación y decodificación”, el libro en “soporte de información”, y el viviente dotado de palabra, el zoon logon echón de la definición aristotélica, se convierte en una “máquina comunicativa” que a veces funciona como “emisor” y a veces como “receptor”.

En una famosa conferencia impartida en San Francisco en 1986, Iván Illich lo dijo así: “Mi mundo es el de las letras. No me siento en casa más que en la isla del alfabeto. Ahora las palabras del libro se desintegran en un simple código de comunicación. Y eso, la comunicación, es algo que compartimos con las ballenas, las abejas y las máquinas”. Y Agamben, treinta años después: “Lo que ahora está sucediendo ante nuestros ojos es que el lenguaje que había sido exteriorizado como la cosa –es decir, según la etimología, como la ‘causa’– por excelencia de la humanidad, parece haber terminado su recorrido antropogenético y parece querer volver a la naturaleza de la cual proviene (…). Y la valorización de la potencia histórica de la lengua parece sustituirse por el proyecto de una informatización del lenguaje humano que lo fija en un código comunicativo que recuerda bastante al lenguaje de los animales”.

En un mundo posalfabético e hipercomunicativo los seres humanos vuelven a confundirse con su lengua (como los animales y las máquinas). Y en un mundo donde la escuela ya no se concibe, fundamentalmente, como un enseñar a leer y a escribir, la lengua es aprendida como un instrumento de comunicación (oral o escrita) pero ya no es enseñada, es decir, presentada, exteriorizada, desnaturalizada y, en definitiva, estudiada. Hemos vuelto a meter la lengua dentro de la boca y ahora solo la usamos, pero no la vemos ni la sentimos ni la saboreamos. Y el mundo que viene será un mundo de deslenguados.

*Doctor en Pedagogía y filósofo español, autor de varios libros sobre literatura y educación.

 

Sobre el nuevo Plan Nacional de Lecturas

Alejandro Dujovne*

Recuperar el Plan Nacional de Lectura, ahora en plural, convocar como responsable a una de las personas que más saben y con más trayectoria en este ámbito en el país, inaugurarlo con la presencia del presidente y dos ministros, y conformar un equipo plural de referentes para seleccionar las obras, resultan signos muy auspiciosos, especialmente frente a cuatro años de una ausencia total de políticas nacionales de promoción de la lectura. Diría más, que se decida relanzarlo en un contexto de fuerte restricción presupuestaria habla del lugar que se busca otorgar a este plano de la cultura. En los próximos meses, a medida que el equipo termine de conformarse, conozcamos los recursos con que cuenta, y empiecen a desplegarse sus distintas líneas de acción, seguramente podremos analizar su funcionamiento en detalle. Mis preguntas hoy tienen que ver fundamentalmente con dos planos. Por un lado, de qué modos concretos el Plan va a articular con el amplio sector del libro. El acceso y el vínculo con los libros, cuestiones sobre las que el Plan trabaja, no deberían desligarse de la producción y circulación de los libros, es decir, sobre las condiciones materiales que hacen posible el encuentro entre autores y lectores. El lugar que se le asigne en esta conversación a editoriales, librerías y bibliotecas, actores esenciales de la vida del libro, será clave en el funcionamiento del Plan y en la clase de impacto que tendrá sobre la economía de un sector muy golpeado. Por otro lado, y estrechamente relacionado con el punto anterior, habrá que ver de qué modos articulará con las políticas de promoción de la literatura y del libro que llevan o llevarán adelante otras áreas o programas del mismo Ministerio de Educación y, especialmente, de otros como Cultura y Cancillería. La experiencia argentina, y no solo argentina, revela la necesidad de superar las acciones aisladas y avanzar hacia alguna forma de coordinación que potencie, dé estabilidad a las distintas políticas (Conabip, la Biblioteca Nacional, el Programa Sur, las compras del Ministerio de Educación, por mencionar solo las más importantes), y permita imaginar otras acciones con efectos culturales duraderos.

*Doctor en Sociología e investigador del Conicet.

 

Sasturain: “Una biblioteca abierta”

G. S.

Una de las claves para que la promoción de la lectura tenga algún efecto –y en esto coinciden casi todos los especialistas– es el fortalecimiento de las instituciones que actúan como “mediadoras”, y por eso siempre es importante observar las políticas y los paradigmas que atraviesan las distintas bibliotecas y, en especial, la Biblioteca Nacional, desde donde Juan Sasturain, su flamante director, con quien dialogamos, ha vuelto a poner la centralidad en la “democratización”, en la “apertura”, como ocurría durante la gestión de Horacio González. “La idea es acercar el conocimiento a todos de forma gratuita, como pasa también con la escuela pública”, dice, y agrega que para ello, entre otras cosas, hay que tratar de desterrar la imagen de las bibliotecas como algo intimidatorio.

En cuanto al fomento de la lectura, no cree en las campañas ni en la retórica con que usualmente se pretende interpelar a los potenciales lectores. Ni tampoco considera que los escritores, como viene sucediendo, deban amoldarse a la capacidad –o déficit– de atención del lector y escribir, entonces, novelas cortas y sin demasiadas complejidades sintácticas, retóricas o estructurales, o textos donde parecieran prescindir del lenguaje, o del estilo, que es lo esencial de la literatura, para poner el foco en la trama o los personajes, como si estuviesen escribiendo un guion.   

“De cualquier modo, y volviendo al tema de la promoción de la lectura –apunta Sasturain–, yo no sé de estrategias. En lo único que creo es en la posibilidad del contagio. A nadie hay que decirle lo que hay que hacer. El ‘tenés que’ no sirve para nada. Lo que hay que hacer en todo caso es favorecer el contacto con los libros. La Biblioteca Nacional, en ese sentido, no debe ser solamente el lugar donde están los libros encerrados. La comunidad tiene que enterarse de que las cosas están ahí y, si quieren, echarles una mirada y, si lo hacen, que sea de fácil acceso. La función de la Biblioteca Nacional, que por cierto no tiene que ser del gobierno sino del Estado, es tratar de generar la mayor cantidad de experiencias de lectura entre la gente”.