Un jardín en un primer piso. Es más preciso: la posibilidad de un misionero en las alturas de un gran edificio en la ciudad. Todavía, con más exactitud: la idea de trasladar la esencia de esa vegetación mesopotámica al casco histórico de San Telmo.
Para acceder a Artificio, la exhibición de Andrés Paredes, hay que subir una escalera. La de la galería Calvaresi que abrió hace poco y demuestra la perfecta combinación entre una arquitectura italianizante de fines del siglo XIX con la contemporaneidad despojada de la presente. También, para exagerar la estrategia, se puede ir en ascensor vidriado, una maquinaria que une los dos tiempos que conviven en este lugar. No únicamente en la remodelación del local en la calle Defensa, sino en hacer ingresar al arte contemporáneo la lógica predominante de la zona de anticuarios para una mutualidad estética y económica.
Como sea, no se necesita un mundo exterior, contacto con la naturaleza, sol y tierra. Con la imaginación tibia de Paredes, sus recuerdos de provincia natal, Misiones, es suficiente para ingresar a un espacio detenido. No sólo por las mariposas de bronce suspendidas, sino por esa quietud vibrante de su obra. La muestra es sutil en su confección: los calados que remedan a lianas y a telarañas suturan los mundos de su pertenencia. La intromisión de la tierra adentro, del suelo rojo, los cursos agua, el calor y la sombra. Los insectos y la música a la hora de la siesta. Las fantasías del silencio invadido por los sueños.
Para aquietar la exuberancia y generar la fotosíntesis entre sus pensamientos y su arte, Paredes se queda con el esqueleto de ese jardín. Le deja las raíces que están, intuyo, en su infancia y lo siembra con nuevos materiales que le viene de otro lado. Por eso, las libélulas están sujetas como en los paneles de coleccionistas, pinchadas en su cuerpo y sus alas, a los tallos de las plantas que cala en papeles. Les retiene el vuelo, les acalla el zumbido. Vuelve a modelar los “bichos” en epoxi y los dota de una vida artificial. Entre marcos, en la sala, donde la galería se conecta con el medioambiente y rarifica el sentido de la vida.
La vida, en tanto cosa viviente, y la vida que se da en la cultura. El doble sentido de esa palabra que amplifica la existencia. La ensancha tanto como los kilómetros que separan a la ciudad del campo. Ahí Paredes injerta su artificio que conjuga y entrama un doble juego, nuevamente. Rizar el significado de arte, lo pensado y construido por el hombre y lo artificial que lo despoja de lo natural. ¿No es ya el arte un artificio en sí? ¿Hay un más allá de esa representación ficcional que se aleja del referente, al tiempo que lo convoca?
“El mayor artificio es disfrazar el artificio”, y la cita es de Baltazar Gracián. Las cajas rusas del lenguaje, esa puesta en abismo de conocimiento, se desliza por todos los centímetros de la sala. Se trepa y se cuelga de las obras de Paredes para recubrirla de una pátina fina, casi transparente. Por el contrario, a la acepción de artificio como ardid, el artista nacido en 1979 no oculta el procedimiento. En todo caso, lo hace visible en una delicada cita a ese universo de flora y de fauna. Se detiene en los detalles y ejecuta un preciosismo imposible de encontrar en la naturaleza. No compite, tarea imposible, sino que la bosqueja, la traza en un esquema, la desnuda ante los espectadores. La desterritorializa y la emplaza entre hierro y cemento para que brote y se reproduzca. No ya en su hábitat natural sino en la originalidad de sus nuevas formas pergeñadas por la mano y la mente de su creador.