Al haber construido una geografía literaria sólo comparable con la desmesura de los paisajes americanos –representada dentro los mapas de su capricho– resulta consecuente que sus lectores menos atentos hayamos pasado por alto las cimas de su talento: Un episodio en la vida del pintor viajero debe de ser uno de los instantes más altos y transparentes de su obra y aun de la literatura latinoamericana: César Aira, más que un autor, es un paisaje en perpetuo movimiento.
La reciente reedición de la extraordinaria noveleta del hijo pródigo de Pringles permite acercarse a un ensayo fascinante que recrea el periplo de Johann Moritz Rugendas (1802-1858), el alumno más destacado de Alexander von Humboldt –autor de un arte que murió con su discípulo, la Erdtheorie o Physique du Monde–, vocación palpable no sólo en sus óleos, dibujos y bocetos sino también en su errante biografía. Rugendas dio color, forma y perspectiva al imaginario europeo de lugares ignotos que respondían a nombres tan improbables como Brasil, Haití, México, Chile y Perú, y que en el caso de la patria azteca habría de costarle el encarcelamiento primero y el destierro después (fue el estado de Veracruz con sus sórdidos hechizos tropicales lo que terminaría por nutrir obstinadamente sus figuraciones, de las que daría cuenta una serie de dieciocho litografías tituladas Paisajes y tipos de México, en 1855).
El libro, novela de aventuras escrita en una prosa inteligente y elegante, relata su viaje por la ruta transpampeana que va de Mendoza hasta Buenos Aires en 1837, una distancia que se recorría a la vertiginosa velocidad con que se desplazaba una carreta, (en el periplo lo acompañará otro retratista notable: Robert Krause).
La geografía artística de Aira no sólo explora la distancia recorrida por la luz en un momento preciso del país, cuando su vastedad era casi un reflejo del universo; también proporciona las claves para comprender su original apuesta narrativa, solventada hace tiempo con creces: “¿Por qué esa ansiedad por ser el mejor? ¿Por qué la única legitimación que se le ocurría era la calidad?… ¿No sería un error, una fantasía malsana? ¿Por qué no hacerlo como todo el mundo (como Krause, sin ir más lejos), es decir, lo mejor posible, y poniendo el acento en otros elementos?” La novela entera es una lección de preceptiva literaria.
Aira ensaya y consigue una fisionomía de la luz; algo tan ligero y poderoso que deshace el rostro del artista deformándolo hasta la monstruosidad, merced a un rayo obstinado que le permitirá al narrador explorar las posibilidades de una conciencia trastornada y sensible abismada por un paisaje jamás representado, junto con los narcóticos efectos de la morfina. La singularidad y la pericia del autor –ese paisaje interior que despliega en cada página, esa manera de narrar que magnetiza– permiten calificar al artefacto luminoso que desborda la novela como una obra maestra, juicio que acaso tenga al escritor sin cuidado: al fin y al cabo, nombró la luz.
Nunca es fácil tratar de compartir lo que perece, y no obstante no debe haber mejor justificación para insistir con la escritura: eso que se ha mirado y es necesario compartir para dotarlo de sustancia y apuntalar la experiencia: “No había datos inconexos. El orden ya estaba implícito en la revelación fenoménica del mundo, el orden del discurso formaba las cosas mismas”.
Imaginación, claridad y contundencia nutren los colores vegetales, las llanuras inmensas y los cielos infinitos: en esta novela late el ritmo de la vida, por eso es pura literatura: “Pájaros sin protocolos ni postergaciones lanzaban cantos extranjeros en las marañas, gallinetas y ratas hirsutas se desbandaban a su paso, fornidos pumas amarillos los acechaban desde las cornisas rupestres. Y el cóndor planeaba pensativo sobre los abismos… Veían abrirse flores chillonas, grandes o chicas, algunas con patas, algunas con riñones redondos de carne de manzana. Los cursos de agua contenían moluscos asirenados, y surcaban el fondo, siempre contra la corriente, legiones de salmones rosados grandes como terneros”.
Cuesta trabajo pensar que fue este mismo mundo donde espíritus inquietos y dotados pudieron construir un horizonte prodigioso nada más que a través de la mano y la mirada; un mundo de óleos y acuarelas donde las batallas y los volcanes, las cascadas y las selvas fueron vistos y transformados por un animal melancólico, condenado a una insondable plenitud.
Luego de leer esta obra de Aira, donde naturaleza, historia, belleza y monstruosidad son observadas por la misma mirada que posamos sobre la vida, la muerte y el arte acaso sea posible comprender el evangelio de un poeta: “la luz/ no muere sola/ arrastra en su desastre/ todo lo que ilumina./ Así el amor”.