No se puede bajar, el gobierno argentino no lo permite —anunciaron por el altoparlante.
—¡No somos leprosos, somos combatientes antifascistas! —gritó alguien y otros le hicieron coro con sus protestas.
—Los “ches” no quieren “rojos” —remachó sin compasión la voz nasalizada por la megafonía defectuosa.
Súbitamente la puerta del barco se abrió y Radomiro se dejó llevar por la corriente de hombres sudorosos y desharrapados, hartos ya del largo encierro en el bamboleante Massilia, que se arracimaron y se pecharon embudándose en la salida.
Habían sido muchos los días de navegación desde Marsella, apiñados en las bodegas del barco crujiente, comiendo siempre el mismo guiso en el almuerzo y en la cena. Que, de todas maneras, era un manjar comparado con lo que el muchacho de diecisiete años había comido en el campo de Argelès-sur-Mer bajo la vigilancia de los senegaleses con anillo en la nariz a quienes el gobierno francés había encargado la custodia de los cientos de miles de exiliados españoles que habían logrado escapar de la venganza franquista atravesando los Pirineos a pie.
—Algún día la Francia democrática tendrá que dar cuenta por tanta traición —se comentaría una y otra vez en las bodegas atestadas del barco ante el recuerdo de los vagones rusos cargando aviones, tanques y municiones para el bando republicano que los escapados descubrieron retenidos del lado francés por el gobierno de Daladier.
Era infalible que alguien agregase:
—Con eso hubiéramos vencido a los fascistas.
Rado fue uno de los dos mil recluidos en los campos de concentración franceses que habían sido seleccionados para viajar a Chile, cuyo presidente, Aguirre Cerda, junto con Cárdenas de Méjico, fueron los únicos mandatarios latinoamericanos que acogieron a los derrotados de la Guerra Civil. La operación había sido organizada por el Servicio de Emigración para Republicanos Españoles (SERE), con sede en París, dominada, como casi todas las instituciones antifascistas de entonces, por los comunistas. Por ello lo eran la inmensa mayoría de los embarcados y muy pocos los republicanos a secas y muchos menos los anarquistas.
—Él es un héroe de la guerra —había insistido el muchacho ante el diplomático chileno, en el puerto de Marsella, señalando a George—. Estoy seguro de que ninguno de los que aquí estamos ha arriesgado tanto su vida por la República como él.
El inglesito lo miraba con ternura, mezcla de resignación y agradecimiento, mientras el hombre de traje negro y corbata plateada revisaba la lista de nombres.
—No está, no figura.
—Entonces yo no embarco —dijo, amenazó, Rado, como si a alguien le importase que un desastrado adolescente perdedor subiese o no a bordo entre la multitud de desesperados que se empujaban los unos a los otros para treparse a la salvación. Para no morirse de hambre y de frío sobre las arenas de ese vergonzante campo de concentración engañosamente llamado “de acogida”, y para estar lejos, muy lejos, de la inminente invasión hitlerista a la Francia insolidaria que creyó que detendría la obsesión imperial del Führer evitando irritarlo. Por ejemplo cediendo la Renania en 1936, Austria en 1938 y Checoslovaquia en 1939 e interrumpiendo su ayuda al bando republicano en España.
—Vete, Rado, no podemos perder esta oportunidad —George había dicho “podemos” en su castellano britanizado al que la emoción hacía aun más gangoso—. Yo me las arreglaré para subir en el próximo barco.
Ahora, cinco semanas después, el muchacho se dejaba llevar por la marea de cuerpos olorosos que desembocaba en la puerta sorpresivamente abierta para descender a tierra. En esa Argentina cuyo presidente, Roberto Ortiz, se oponía a recibir “rojos” españoles para evitar que diseminaran ideas de izquierda entre sus trabajadores.
—¡Necesitamos obreros, no agitadores! —había afirmado en uno de sus discursos.
Al pie de la planchada un hombre elegante, robusto, de voz firme, ayudado por otras personas que lo trataban con sumiso respeto intentaba poner orden. Él había sido quien sobornara a los funcionarios del puerto para que bajasen la planchada del Massilia.
—Quienes deseen quedarse en Buenos Aires formen una fila aquí. Los que quieren seguir hasta Chile vuelvan a bordo.
Nunca le fue claro a Rado el porqué de su decisión. Quizás porque estaba harto de que fueran otros los que siempre decidieran sobre su vida, en qué internado de curas pasaría su infancia, cuál sería su unidad en la guerra, cuál su lugar para dormir a la intemperie de Argelès, qué camarote del Massilia debía compartir con demasiados. Tampoco fue él quien decidió que fuese Chile el país que lo recogería del naufragio de la derrota.
—¿Qué sabés hacer? —le preguntó el hombre hablando por el costado de su boca porque sus labios apretaban un grueso cigarro y al muchacho por primera vez le llamó la atención el argentinismo de acentuar las palabras distinto que en España. No estaba preparado para responder a eso y durante algunos segundos permaneció frente al hombre en silencio, pero sin intimidarse y mirándolo a los ojos. Fue eso quizás lo que hizo que el hombre postergara su impaciencia y repitiera su pregunta.
—¿Qué sabés hacer, vos?
Rado hurgó en la bolsa de sus capacidades y durante segundos que parecieron eternos la halló desesperantemente vacía. Su orfandad, la miseria y la guerra habían abortado sus posibilidades de estudiar, ni siquiera de aprender un oficio. Acuciado por la seguridad de que había allí una oportunidad que no debía dejar que se escapase vinieron a su mente las únicas buenas calificaciones obtenidas en el internado de Villafranca del Castillo. Vaciló en decirlo pero se animó al percibir que el hombre elegante iniciaba el ademán de descarte que lo desviaría hacia la fila de los reembarcados.
—No tengo faltas de ortografía. Soy corrector de textos.
Así lo había llamado alguien en la Alianza de Intelectuales Antifascistas en Madrid, alcanzándole un fajo de papeles manuscritos mientras el ruido de la guerra llegaba desde Guadarrama.
—Tú que eres corrector de textos ocúpate de esto.
—¿Estás seguro?
Rado supo que había despertado el interés del señor elegante y eso lo envalentonó.
—Deme un papel y un lápiz y se lo demostraré aquí mismo.
Insólitamente su destino estaba marcado por la enfermiza obsesión del hermano Borja por la correcta ortografía, aquel cura regordete que hacía quedar en el aula a los internos del Santísimo Cristo del Patrocinio cuando cometían faltas.
—Veinte minutos por cada una.
La posibilidad de fumar un pitillo a escondidas, de fantasear con las hazañas sexuales que protagonizarían cuando dejaran el internado, de correr atrás de una vejiga de vaca rellena con papel imaginándose Zamora o Quincoces, dependía de no trocar una ce por una zeta y de no confundir una esdrújula acentuada con una grave desnuda.
—Está bien, me interesas —remató quien luego supo era Natalio Botana, fundador y dueño del diario Crítica, y dándole una palmada en la espalda cabeceó hacia uno de sus colaboradores quien prestamente incorporó el nombre del muchacho a la lista que iba alineando en un papel.
—Turowicz.
—¿Judío?
Cada vez que pronunciara su apellido en Argentina surgiría la misma pregunta, dicha con indiferencia, curiosidad o agresividad. No sucedía lo mismo en la ahora lejana España.
—Allá no quedaron judíos, hoy los nazis los matan en Europa pero nosotros los exterminamos y los expulsamos mucho antes, hace siglos —le explicaría meses después Serrano-Plaja, uno de los muchos escritores españoles desterrados en Buenos Aires—. Los españoles siempre hemos sido pioneros del horror. ¿Acaso nuestra guerra civil no fue el aviso de la Mundial?
—No, es un apellido polaco. Familia católica —aclaró Rado por la primera de muchas veces.
A partir de ese momento la Argentina, país del cual apenas había oído hablar antes y del que todo lo desconocía, sería el escenario de su exilio.
—Aquí se los dejo para que hagan de él un hombre de bien, respetuoso de Dios —había dicho el padre de Radomiro, diez años antes, a los curas del Colegio del Santísimo Cristo del Patrocinio.
—Puede visitarlo los domingos y las fiestas de guardar, y llevarlo con usted un fin de semana cuando lo desee. El pago es a principios de mes.
—Vendré, no os preocupéis —mintió y nunca más volvió ese hombre a quien la muerte de su esposa había quitado todo coraje para enfrentar la vida.
Radomiro lloró mucho, semanas enteras. Si bien sus primeros seis años de vida distaban mucho de haber sido plácidos, acompañando a su padre por toda España de cosecha en cosecha, durmiendo en cobertizos inmundos, testigo de la indignidad de esa vida miserable que arruinaba los cuerpos y los espíritus de los menos fuertes, en la prisión del internado añoraría los olivares que se prolongaban hasta el horizonte y los momentos en que su padre recordaba a su madre con una voz extrañamente serena que contrastaba con las gruesas lágrimas que bajaban por sus mejillas abriendo surcos en la roña de su piel. También extrañaría los juegos con otros niños, descalzos como él y con mocos colgando de sus narices, que corrían atravesando las nubes de trigo que los mayores levantaban con sus horcas para que el viento separase las espigas de la paja y entonces gritaban excitados porque en sus pieles desnudas se clavaban espículas que luego no los dejaban dormir.
Los curas, convencidos ya de que su padre no regresaría jamás, le cambiaron el delantal azul de los que pagan por el gris de los de caridad y lo enviaron a comer a una de las mesas en el fondo del salón inmenso, junto con los demás pobres, y una sopa en la que navegaban algunos fideos y trozos de pan reemplazó al cocido castellano, empedrado de tocino, chorizo, jamón, trozos de gallina, huesos de vaca con tuétano ancho y grasiento, o los guisos copiosos de carne de cerdo y patatas de la huerta. Tampoco habría ya medio melón de postre. Luego, terminado el almuerzo o la cena, los pobres debían lavar los platos y los cubiertos de todos, curas y alumnos, y fregar los pisos de baldosas bajo la mirada severa de Quintilino, el bedel.
—Vamos, a ver si lo haces mejor —le decía y le daba un coscorrón en la coronilla con su mano inmensa.
Uno de los hermanos, como se les decía a los curas por razones que Rado nunca entendió ni preguntó, Doroteo, fue encariñándose con él y lo tomaba de la mano, sonriéndole, y lo llevaba a la capilla para que le perdiera el temor a ese edificio tenebroso de olor fuerte e impreciso. Su entrada la guardaba un Cristo de dimensiones humanas, tan consumido que las costillas parecían ararle el cuerpo, amarillento, sus genitales tapados con un delantalito de terciopelo raído con fleco de oro que algunas feligresas, cerciorándose de que nadie las observaba, levantaban para espiar. El rostro y el cuerpo chorreados de sangre amarronada por el tiempo y la barbilla apoyada contra el esternón, como si el cuello estuviera quebrado, y la barba grisácea de suciedad con bichos que le caminaban entre los pelos.
—¿Ves, niño? Nuestro Señor te ha bendecido dándote sus mismos ojos —le susurraba al oído el hermano Doroteo, señalándole los ojos azules de cristal de los que caían unas lágrimas exageradas que parecían churretones de una vela, y que no cesaban de mirar la punta de sus pies gastados por el besuqueo devoto de las feligresas.
Después el niño, reconfortado, dejaba que el cura le tomase la mano y lo persignara con sus dedos humedecidos en la pila de agua bendita, las sandalias mojadas en el charco que salpicaban los gratuitos al meter a propósito la mano entera.
—Tú vas a ser un gran sacerdote, y si te descuidas podrás llegar a santo —le decía el cura sonriendo y Rado descubrió en esos ojos el relámpago de un brillo que no supo descifrar.
Afuera se incubaba el estallido. Los problemas que la modernización exigía de España no habían sido resueltos y el desarrollo industrial se afirmaba sobre la desigualdad y la explotación. Asimismo el reparto de las tierras cultivables respondía a sistemas arcaicos que condenaban a sus agricultores a esperar en las plazas de los pueblos algún contrato a precio vil. Los grandes terratenientes, insensibles al odio que dicha situación provocaba, se negaban a todo tipo de reforma agraria, aun a la más moderada.
De su parte las centrales sindicales, principalmente dominadas por anarquistas en Andalucía y Cataluña, y por socialistas en Castilla y en el Norte —por entonces los comunistas eran escasos y sin poder—, empeñadas en una lucha cada vez más aguda contra la patronal, no evitaban las disputas entre sí, que con frecuencia llegaban a la violencia.
—Los que provocaron la guerra fueron los curas —afirmaba alguno y casi todos en el Iberia de la porteña avenida de Mayo coincidían en que un clero retrógrado y conservador, temeroso de perder sus privilegios y aferrado a su influencia en la educación, había encendido aun más las posiciones encontradas.
Ni la monarquía constitucional, que se extendió entre 1876 y 1923 con la constitución liberal-conservadora de Cánovas del Castillo, ni la dictadura del general Primo de Rivera, entre 1923 y 1930, lograron resolver dichos problemas. Tampoco la huida del rey Alfonso XIII y el advenimiento de la República en 1931, con la presidencia de Alcalá Zamora, que rápidamente debió enfrentar la impaciencia revolucionaria de una población que se lanzó a la quema de conventos e iglesias. Luego vendrían las dramáticas jornadas de Castilblanco, en Badajoz, y Arnedo, en Logroño, donde fuerzas del gobierno reprimieron violentamente manifestaciones populares, lo que generó un gran descontento. Para empeorar las cosas el general Sanjurjo intentaría un levantamiento militar en Sevilla.
—Nadie le puede negar a Alcalá Zamora —escucharía Rado a Dionisio, un exiliado raramente culto y moderado, socialista— que tuvo los cojones para dictar el estatuto de autonomía catalana, la reforma agraria, la limitación de la influencia eclesiástica en la educación.
Como reacción el 29 de octubre de 1933 nacía la derechista Falange Española, creada y conducida por José Antonio Primo de Rivera, que captó a muchos de los descontentos con el gobierno y en las elecciones de noviembre logró sumar bancas suficientes como para obligar a su incorporación en el gobierno republicano, logrando paralizar las reformas sociales iniciadas el año anterior. Como réplica los diferentes sectores de la izquierda llegaron a un acuerdo y constituyeron el Frente Popular que se impuso en las elecciones convocadas a raíz de la disolución de las Cortes en febrero de 1936, resultando reelegido como presidente Alcalá Zamora, rápidamente sustituido por Manuel Azaña. Todo ello ahondó aun más las grietas políticas, económicas e ideológicas que separaban a españolas y españoles y la fuerza surgió inevitablemente como la única forma de resolverlas.